La administración local, la gran olvidada

El Congreso debate este martes una iniciativa socialista para reformar la Ley de Bases de Régimen Local y permitir el voto telemático de los concejales. El diputado del PP y alcalde de Benavites (Valencia), Carlos Gil, plantea en Demócrata la necesidad de ir más allá y defiende cambios más profundos en la norma para acabar con la "precariedad institucional encubierta" de los municipios: "Las transferencias del Estado no compensan los nuevos servicios asumidos, las competencias impropias se eternizan y las reglas fiscales limitan el uso de remanentes incluso cuando hay superávit"

Hace ya años que los ayuntamientos españoles viven atrapados en una contradicción tan antigua como injusta: son la institución más cercana a la ciudadanía y, sin embargo, la más olvidada por el Estado. Se puede leer en distintos informes, de distintas instituciones, con distinta terminología, pero siempre con una misma conclusión: el marco normativo y procedimental que regula la acción local es un laberinto diseñado desde la distancia, incapaz de adaptarse a la realidad del territorio.

La ejecución de los fondos del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia (PRTR), recientemente fiscalizados por el Tribunal de Cuentas es el ejemplo más reciente y sangrante. Las entidades locales han sufrido una avalancha normativa que ha convertido cada proyecto en una carrera de obstáculos: convocatorias poco coordinadas, plazos imposibles, plataformas digitales incompatibles y procedimientos que cambian con cada resolución ministerial. El resultado es desolador: miles de proyectos municipales bloqueados o ralentizados no por falta de voluntad, sino por exceso de burocracia.

España es un país que parece legislar como si los ayuntamientos fueran el problema, y no la solución. El Gobierno central ha multiplicado las normas, los informes preceptivos y las fiscalizaciones ex post, como si la desconfianza institucional fuera una forma de control democrático. Pero ocurre lo contrario: la hiperregulación mata la eficacia y asfixia la iniciativa.

El propio Tribunal de Cuentas advierte de la duplicidad de controles entre ministerios, comunidades autónomas y órganos fiscalizadores. Los ayuntamientos deben remitir la misma información hasta tres veces, en tres formatos distintos y a tres administraciones diferentes. No es casual que los plazos de justificación se incumplan: el sistema está pensado para no cumplirse.

Mientras tanto, el discurso oficial se limita a culpar a los consistorios por no “absorber” los fondos europeos, sin asumir que los principales cuellos de botella están en la propia estructura del Estado.

La paradoja es evidente: el Gobierno proclama una agenda de “transformación digital” y “simplificación administrativa”, pero mantiene un sistema que ni los propios funcionarios logran descifrar.

Los secretarios, interventores y técnicos municipales se han convertido en malabaristas administrativos, lidiando con normativas incompatibles y plataformas telemáticas que colapsan cada vez que se cierra una convocatoria. Y ahí cabe sumar otro problema estructural que amenaza la estabilidad del sistema: la escasez de habilitados de carácter nacional.


España sufre un déficit alarmante de secretarios e interventores que afecta especialmente a los pequeños municipios. Según datos de la Federación Española de Municipios y Provincias (FEMP), más del 40 % de las plazas están vacantes o cubiertas por interinos. En muchas zonas rurales, un mismo funcionario debe atender hasta cuatro ayuntamientos diferentes, recorriendo kilómetros para firmar nóminas, tramitar contratos o certificar subvenciones.

El resultado es una precariedad institucional encubierta. Los ayuntamientos pequeños —precisamente los que más apoyo necesitan— son los que menos asistencia reciben. Sin un interventor, un consistorio no puede ejecutar fondos, firmar contratos o aprobar presupuestos. En la práctica, esto significa que la despoblación administrativa antecede a la despoblación demográfica: cuando el Estado se retira de los pueblos, también se retira la esperanza.

Y no es por falta de talento. Miles de jóvenes juristas y economistas estarían dispuestos a servir en la administración local si el sistema de acceso no fuera tan rígido, si hubiera incentivos reales para ocupar plazas rurales y si el Ministerio de Hacienda entendiera que la función pública no puede gestionarse con lógica decimonónica.

Los ayuntamientos han tenido que soportar en solitario las crisis más recientes: la pandemia, la inflación, la gestión energética, la atención social de emergencia o la burocracia del PRTR. Y lo han hecho con recursos limitados y un marco legal obsoleto.

Miles de jóvenes juristas y economistas estarían dispuestos a servir en la administración local si el Ministerio de Hacienda entendiera que la función pública no puede gestionarse con lógica decimonónica

Mientras tanto, el Gobierno central ha preferido multiplicar los programas, los anuncios y las conferencias sectoriales sin contenido. No hay una política real de fortalecimiento local, ni una hoja de ruta para modernizar la administración municipal.

Las transferencias del Estado no compensan los nuevos servicios asumidos, las competencias impropias se eternizan y las reglas fiscales limitan el uso de remanentes incluso cuando hay superávit. El ciudadano no quiere oír hablar de repartos competenciales, pero la sostenibilidad financiera de los municipios está en riesgo si no se redefine el reparto de recursos y responsabilidades.

España necesita una reforma integral de la administración local, seria, ambiciosa y consensuada. No se trata de recentralizar ni de crear nuevas estructuras, sino de hacer justo lo contrario: devolver a los municipios la capacidad de gobernar con la autonomía suficiente para no tener que pedir permiso en cada paso.

La Ley de Bases de Régimen Local de 1986 fue un avance en su momento, pero hoy, casi cuarenta años después, se ha quedado corta. La realidad del siglo XXI exige un marco que reconozca a los ayuntamientos como verdaderos gestores de políticas públicas, y no como meros ejecutores de decisiones ajenas.

La gran reforma pendiente no es la del poder autonómico ni la del Senado; la verdadera asignatura olvidada es la reforma de la administración local

Esa reforma debe abordar cinco cuestiones clave: simplificación normativa, financiación estable y justa, refuerzo técnico, transparencia digital real y cooperación efectiva. Es hora de tratar a los ayuntamientos como entidades autónomas y mayores de edad, que no precisan tutores sino instituciones que colaboren en sus funciones, al tiempo que se benefician de la gestión local. Solo así se podrá recuperar la confianza entre niveles de gobierno y poner fin a esta asimetría que convierte al municipio —el corazón de la democracia— en el eslabón más débil del Estado.

Los alcaldes no piden privilegios; piden respeto, confianza y medios para trabajar. No reclaman competencias vacías ni discursos grandilocuentes, sino una administración moderna que funcione al servicio del ciudadano, no del reglamento. Detrás de cada expediente, hay un proyecto de vida, detrás de cada subvención hay un pueblo que intenta sobrevivir, y detrás de cada alcalde o concejal hay alguien que, con sueldos modestos, o incluso sin ellos, y sin apenas medios, sostiene el pulso democrático de España.

La gran reforma pendiente no es la del poder autonómico ni la del Senado. La verdadera asignatura olvidada es la reforma de la administración local, la que puede devolver al país el equilibrio entre Estado, territorio y ciudadanía. Hasta que eso ocurra, nuestros ayuntamientos seguirán siendo héroes anónimos en el laberinto de una burocracia que, paradójicamente, dice servir al pueblo, pero cada vez lo escucha menos.

SOBRE LA FIRMA:

Carlos Gil es diputado del PP por la provincia de Valencia, Portavoz adjunto de la Comisión de Presupuestos y alcalde de Benavites (Valencia)
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