¿Puede Europa defenderse sin Estados Unidos?

En 1950, cuando estalló la Guerra de Corea, Europa aún se lamía las heridas de la Segunda Guerra Mundial. El viejo continente descubrió entonces que su seguridad estaba atada a Washington: fue Estados Unidos quien envió tropas, barcos y aviones mientras los europeos apenas podían recomponer sus ejércitos. Aquella dependencia quedó institucionalizada poco después en la OTAN. Desde entonces, el equilibrio ha sido claro: Europa podía permitirse gastar menos porque el músculo norteamericano compensaba.

Setenta y cinco años después, la pregunta vuelve con crudeza. La guerra de Ucrania ha devuelto la defensa al centro de la agenda europea, pero la mirada de Washington está puesta en otra parte: el Indo-Pacífico, con China como desafío estratégico de primera magnitud. ¿Qué ocurriría si, en un futuro cercano, Estados Unidos decidiera limitar su implicación en la seguridad continental?

Europa ha vivido demasiado tiempo bajo una comodidad estratégica: la certeza de que, si la casa ardía, Estados Unidos acudiría con el extintor. Desde hace tres cuartos de siglo, el pilar de la seguridad continental ha sido la garantía norteamericana: el arsenal nuclear, la inteligencia satelital, la aviación estratégica, el mando y control global. Los europeos podían gastar menos y fragmentarse más porque Washington compensaba. Esa ecuación se tambalea hoy.

La guerra de Ucrania ha devuelto la defensa al corazón del debate europeo, y la política exterior de Washington, cada vez más centrada en el Indo-Pacífico, añade un vértigo nuevo. La idea de que Estados Unidos pueda reducir su compromiso con Europa ya no es un ejercicio de ficción, sino un escenario de planeamiento. La incógnita es si la Unión Europea será capaz de sostener por sí misma sus defensas y la industria que las alimenta.

Los europeos están gastando más que nunca en defensa. En 2024, casi todos los Estados miembros rozaban el 2% del PIB, un objetivo impensable hace apenas una década. Alemania, con su Zeitenwende, ha roto tabúes y creado un fondo extraordinario de 100.000 millones de euros; Polonia destina más del 4% de su PIB; los países bálticos rearman con urgencia. Bruselas, por su parte, ha tejido un andamiaje industrial inédito: la Estrategia Industrial de Defensa y el instrumento SAFE, un mecanismo de 150.000 millones de euros en préstamos para financiar compras conjuntas de sistemas críticos con cláusula de “preferencia europea”.

Por primera vez, la UE habla el lenguaje de la escala industrial: consolidar pedidos, homogeneizar modelos y asegurar cadenas de suministro propias. Europa ha entendido que sin series largas ni estándares comunes no habrá ni competitividad ni soberanía.

La pregunta es si bastará y, sobre todo, si llegará a tiempo. Estados Unidos redirige su atención hacia el Pacífico y multiplica su despliegue en torno a Taiwán y el Mar de China Meridional. La lógica es clara: para Washington, el desafío estratégico es Pekín, no Moscú. Ucrania se convierte, en ese contexto, en un frente secundario, importante pero instrumental.

Al mismo tiempo, la política interna norteamericana introduce un riesgo adicional: en la campaña presidencial ya resonó la tentación aislacionista, el cuestionamiento de la ayuda militar a Kiev y la exigencia de que los europeos carguen con más peso. El mensaje fue transparente: la “generosidad estratégica” no es eterna.

Aunque Europa ha incrementado su gasto, las brechas son palpables. El continente puede producir munición, drones y artillería en volumen, pero sigue siendo dependiente en los “habilitadores estratégicos”: inteligencia de largo alcance, transporte intercontinental, reabastecimiento aéreo, defensa antimisil de gran altitud. Sin ellos, la capacidad de sostener una campaña de alta intensidad se resquebraja.

A esta dependencia se suma la fragmentación endémica: más de una docena de modelos de carros de combate, múltiples flotas de cazas incompatibles, sistemas de mando y control no interoperables. El resultado: gasto ineficiente, costes unitarios más altos y retrasos en entregas. Mientras Estados Unidos opera sobre la lógica de la masa crítica, Europa aún tropieza en la maraña de su diversidad.

La autonomía estratégica europea, entendida en clave realista, no significa romper con la OTAN ni levantar un muro frente a Washington. Supone, más bien, reducir las dependencias críticas: que Europa pueda sostener sola una guerra en su vecindad —desde el Báltico hasta el Mediterráneo— sin pedir refuerzos aéreos ni satelitales a Estados Unidos. Que sea capaz de proteger su espacio aéreo, reponer munición a gran escala y coordinar sus fuerzas con un mando propio.

Más allá de eso, la disuasión nuclear, la proyección global o la logística intercontinental seguirán dependiendo del vínculo atlántico. Pero si Europa no es capaz de cubrir su primera línea de defensa, el debate sobre la autonomía será una ficción académica.

El veredicto es incómodo pero evidente: Europa ya puede luchar, pero sin Washington todavía no puede ganar. SAFE, las compras conjuntas y la aceleración industrial marcan un paso en la dirección correcta, pero la ventana de oportunidad se estrecha. La autonomía no se mide en discursos, sino en baterías antimisiles entregadas, en aviones cisterna operativos y en brigadas listas para desplegarse. La cuestión no es si Europa quiere autonomía. La pregunta es si la conseguirá antes de que Estados Unidos decida que ya no puede o ya no quiere garantizarla. Y esa respuesta, como tantas veces en la historia del continente, depende de la velocidad con que los europeos sepan convertir su retórica en acero, silicio y pólvora.

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