Análisis y Opinión

La guerra híbrida como palanca financiera contra Europa

José Antonio Monago, portavoz adjunto del PP en el Senado, reflexiona en Demócrata sobre el acuerdo del último Consejo Europeo: "El dilema europeo mezcla moral y contabilidad"

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José A. Monago es el portavoz adjunto del Grupo Popular en el Senado

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En Bruselas, la geopolítica se disfraza de expediente. Se firma, se sella, se archiva. Pero hay momentos en los que el poder no entra por la puerta, sino por el aire: un dron, una alarma, un “incidente” sin autor conocido y con destinatario evidente. La guerra híbrida no siempre pretende derribar el edificio; le basta con zarandear los pilares. No busca el estruendo del derrumbe, sino la rutina del miedo.

Europa ha congelado dinero ruso. Mucho. Tras la invasión de 2022, la Unión inmovilizó alrededor de 210.000 millones de euros en activos del Banco Central ruso. No es una cifra: es una palanca. Y una tentación. Porque, en tiempos de guerra, el dinero deja de ser solo dinero y pasa a ser señal, castigo, herramienta. Una parte sustancial de esos activos reposa bajo custodia en Bruselas, en una infraestructura financiera discreta que antes vivía en la penumbra técnica. Hoy es un objetivo. Y como todo objetivo estratégico, funciona como un cuello de botella: si aprietas ahí, aprietas a todos.

El dilema europeo mezcla moral y contabilidad. Ucrania necesita financiación estable y a largo plazo; Europa quiere sostenerla sin que cada tramo dependa del humor político del mes o de la fatiga del contribuyente.

En ese debate aparece la idea de usar los activos inmovilizados como colateral, como base de un “préstamo de reparaciones”, como un modo de que el agresor pague parte del daño que causó. Pero cuando la decisión se acerca, asoma el reflejo europeo: prudencia. Se elige el camino más seguro, el más clásico: financiarse en mercados, repartir el coste, no abrir una caja jurídica de la que luego sea difícil salir.

No es cobardía; es lectura del tablero. Si Rusia no puede recuperar su dinero, puede intentar que Europa no se atreva a usarlo. Ahí está el corazón del asunto: la guerra híbrida como impuesto sobre la voluntad. No te declara la guerra; te sube el precio de actuar. Te cobra en nervios políticos, en horas de gabinete, en dudas de asesoría jurídica, en inquietud en los mercados. Te cobra en esa sensación persistente de vulnerabilidad que convierte una decisión legítima en una apuesta.

La Unión ha entendido, al menos, dónde estaban las grietas. Un sistema que depende de unanimidades periódicas para mantener inmovilizado un botín así deja la puerta entreabierta. Por eso ha reforzado el candado: consolidar la inmovilización con un marco más robusto, impedir que un giro político en un solo país pueda abrir la compuerta de golpe. También ha añadido limitaciones para evitar que ese dinero pueda moverse de vuelta por la puerta trasera. Son pasos discretos, burocráticos, pero estratégicos: cuando el adversario te busca el interruptor, tú cambias el cuadro eléctrico.

No siempre se presiona a un Estado; a veces se presiona a personas

El problema es que la guerra híbrida no discute en el mismo idioma. Su gramática es el zumbido. Los drones son perfectos: baratos, negables y psicológicos. No necesitan cargar explosivos para ser eficaces; les basta con obligar a cerrar un aeropuerto, elevar una alerta, tensionar la conversación pública. Un dron no cambia el mundo, pero cambia el día siguiente. Y la política vive del día siguiente. El mensaje es simple: “si avanzas, puedo complicarte la vida sin cruzar la línea de la guerra abierta”.

La intimidación, además, baja a tierra. No siempre se presiona a un Estado; a veces se presiona a personas. Es el método más eficiente para concentrar el coste. Una democracia soporta el disenso; lo que la desgasta es sentir que una decisión trae consecuencias individuales. Si logras que un directivo, un técnico o un político clave viva bajo presión, introduces un impuesto invisible al liderazgo. Ya no discuten solo qué conviene a Europa, sino qué conviene a su piel.

Luego llega la guerra en toga: demandas, reclamaciones, cifras colosales. El lawfare no necesita ganar para ser útil. Su función es embarrar el terreno, multiplicar cautelas, encarecer coberturas, convertir una decisión moral en una discusión técnica con olor a riesgo. Es el miedo con traje, el miedo que cita artículos y obliga a caminar mirando el suelo.

Europa tendrá que aprender que su defensa no empieza solo en fronteras o cuarteles

Y todavía hay una capa más sutil: la reputación financiera. Cuando entra en juego la percepción de riesgo, entran los precios. Una sombra sobre la solidez de una infraestructura sistémica puede desplazar el debate del “deber” al “coste”: ya no se discute si es justo, sino quién paga la prima. La guerra híbrida adora ese cambio de foco, porque convierte la unidad en contabilidad.

La moraleja es poco romántica: la guerra híbrida rompe la unidad donde el coste está concentrado y el beneficio es colectivo. Si el cuello de botella está en un país, ese país se convierte en objetivo; si el riesgo recae sobre pocos, esos pocos vacilan. Europa tendrá que aprender que su defensa no empieza solo en fronteras o cuarteles, sino también en bóvedas, infraestructuras críticas y confianza pública. Porque hoy la soberanía se mide en puntos básicos. El zumbido no abre la caja fuerte. Pero puede lograr algo igual de valioso: que el guardia no se atreva a usar la llave cuando más importa.

SOBRE LA FIRMA: José A. Monago es el portavoz adjunto del Grupo Popular en el Senado. Miembro de las Comisiones de Seguridad Nacional y Defensa.