Análisis y Opinión

Sanciones, soberanía y silencio: Europa ante la normalización de la intimidación transatlántica

El exconsejero en la Representación de España ante la UE, Carlos M. Ortiz Bru reflexiona en Demócrata sobre el veto de EEUU a cinco europeos, incluido el excomisario Thierry Breton

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Exchange of views with Commissioner Thierry Breton

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Hay algo admirable -casi enternecedor- en la capacidad de la Unión Europea para transformar una agresión política directa en un ejercicio de prosa burocrática. La decisión del Gobierno de Estados Unidos de imponer restricciones de viaje a varios ciudadanos europeos -entre ellos el excomisario Thierry Breton- marca un punto de inflexión inquietante e inaceptable en la relación transatlántica. No se trata de un desencuentro diplomático más ni de una controversia técnica mal gestionada.

Estamos ante un acto explícito de presión política dirigido contra responsables públicos de países que se llaman aliados por el ejercicio de funciones democráticamente legitimadas. Que esta medida se haya presentado sorprendentemente como una defensa de la libertad de expresión no la hace menos grave; al contrario, la vuelve más reveladora.

Formalmente, las restricciones no constituyen sanciones económicas plenas, sino prohibiciones de visado y entrada al país. Sustancialmente, sin embargo, su carga política es difícil de exagerar. Por primera vez de forma tan abierta y directa, Estados Unidos sanciona a funcionarios europeos por participar en la elaboración y aplicación de una normativa aprobada conforme a los procedimientos democráticos de la Unión Europea. El mensaje implícito es inequívoco: regular el espacio digital tiene consecuencias personales cuando afecta a intereses estratégicos estadounidenses.

Regular lo ajeno: una peligrosa costumbre europea

El momento elegido para anunciar la medida tampoco es irrelevante. El 24 de diciembre, periodo de baja intensidad institucional en Europa, ofrece el escenario perfecto para una acción diseñada para minimizar la respuesta política inmediata. Lejos de ser un error de cálculo, el calendario parece cuidadosamente escogido.

Washington acusa a los afectados de promover políticas que supuestamente equivaldrían a censurar la libertad de expresión de ciudadanos y empresas estadounidenses. En consecuencia, la Ley de Servicios Digitales (DSA) es presentada como una extralimitación regulatoria con efectos extraterritoriales inaceptables. Se trata de una acusación grave, formulada con una ligereza llamativa y sostenida por una lectura jurídicamente endeble que confunde deliberadamente regulación democrática con censura, y soberanía normativa con injerencia extranjera.

Desde una perspectiva europea, la inconsistencia del argumento es evidente. La DSA no prohíbe ideas, no persigue opiniones ni silencia debates. Regula obligaciones de diligencia, transparencia y responsabilidad para plataformas digitales que operan en el mercado europeo. Es, sencillamente, un ejercicio clásico de soberanía regulatoria.

Lo que convierte a la DSA en un problema para Washington no es su supuesto impacto en la libertad de expresión, sino su efecto sobre el poder estructural de las grandes plataformas tecnológicas estadounidenses.

A esta dimensión se suma el llamado “efecto Bruselas”. Si la Unión Europea logra imponer con éxito su marco regulatorio digital, otros países podrían adoptar normas similares. Desde esta perspectiva, las sanciones personales no se limitan a castigar a individuos concretos, sino que funcionan como advertencia preventiva: regular demasiado tiene un precio.

No estamos ante una reacción defensiva, sino ante una estrategia disuasoria. El objetivo no es solo Europa, sino cualquier regulador que observe el precedente europeo como modelo.

La gran hipocresía del argumento estadounidense

El argumento de Washington roza el esperpento. Estados Unidos denuncia supuestos efectos extraterritoriales de la DSA mientras aplica sanciones extraterritoriales de forma sistemática, decide quién puede acceder al sistema financiero global y utiliza el dólar como arma política.

No estamos ante un debate jurídico honesto, sino ante una relación de poder ejercida sin complejos

Cuando Estados Unidos regula, es liderazgo global. Cuando Europa regula, es censura. Cuando Washington sanciona, es defensa de valores. Cuando Bruselas responde, es proteccionismo. No estamos ante un debate jurídico honesto, sino ante una relación de poder ejercida sin complejos.

Rapidez ejemplar, consecuencias opcionales

La respuesta europea ha sido tan previsible como reveladora. Condenas “enérgicas”, expresiones de “profunda preocupación”, solicitudes de “aclaraciones”, promesas actuar “si es necesario” y recordatorios solemnes del derecho soberano de la Unión a regular su mercado. Todo impecable desde el punto de vista institucional. Todo cuidadosamente inofensivo desde el punto de vista político.

La Comisión Europea reaccionó con una prontitud y cautela casi conmovedora, incluso el mismo día de Nochevieja, demostrando que la maquinaria comunitaria puede activarse sin demora cuando la prioridad absoluta es dejar constancia de que se ha reaccionado sin correr el menor riesgo de que esa reacción tenga consecuencias. El calendario se cumplió con celo; el contenido, con prudencia extrema.

Algunos líderes nacionales, como Emmanuel Macron, emplearon un lenguaje más directo y hablaron de intimidación. Otros optaron por el silencio. El mensaje hacia Washington fue claro: Europa protesta y deja abierta la posibilidad de actuar, siempre que las circunstancias, el calendario y el equilibrio diplomático lo aconsejen.

Alianza estratégica, jerarquía práctica

Conviene abandonar la cómoda ficción del “desacuerdo puntual “o el “incidente aislado”. La sanción a funcionarios europeos se inscribe en una dinámica más amplia de deterioro de la relación transatlántica. Estados Unidos ya no trata a la UE como un socio estratégico igual, sino como un espacio regulatorio incómodo que debe ser disciplinado.

Aranceles “temporales” convertidos en permanentes, presiones comerciales sistemáticas, amenazas abiertas contra normativas europeas, injerencias políticas cada vez menos disimuladas y ahora sanciones personales. No es una cadena de errores; es un patrón.

A este ejercicio de poder material se suma una pedagogía simbólica cuidadosamente escenificada. Desplantes públicos, declaraciones despectivas de altos responsables estadounidenses y una cuidada producción de imágenes destinadas a fijar jerarquías: reuniones en campos de golf escoceses que evocan más la visita del subordinado aplicado que el encuentro entre socios; escenografías en el Despacho Oval que recuerdan al maestro indulgente rodeado de alumnos atentos; e intromisiones y advertencias explícitas a Estados miembros -como Dinamarca en el episodio de Groenlandia- que cruzan sin rubor la frontera entre diplomacia y admonición. Todo ello acompañado siempre del mismo ritual europeo: sorpresa fingida, indignación medida y una notable ausencia de consecuencias.

Autonomía estratégica y vulnerabilidad europea

La “autonomía estratégica” ocupa un lugar central en el discurso europeo. Se repite en documentos, cumbres y declaraciones solemnes. Pero cuando llega el momento de ejercerla, desaparece.

La vulnerabilidad europea no es accidental. Es el resultado de décadas de decisiones políticas que confundieron cooperación con dependencia y alianza con subordinación. Europa externalizó infraestructuras críticas, aceptó plataformas ajenas como inevitables y renunció a herramientas propias en nombre de una estabilidad que hoy se revela ilusoria.

El resultado es una Unión con enorme peso económico y regulatorio, pero con una capacidad limitada para proteger a sus propios responsables políticos frente a presiones externas.

La Unión Europea dispone, sin embargo, de instrumentos legales, capacidad económica y margen regulatorio de sobra para responder: protección jurídica y financiera de los sancionados, activación del Estatuto de Bloqueo, contramedidas selectivas, aceleración real de infraestructuras digitales y financieras propias, reciprocidad en visados, contrasanciones personales, suspensión de cooperación en ámbitos no críticos o incluso la introducción de aranceles a los servicios. Nada de esto es radical ni revolucionario. Todo implica, eso sí, asumir costes políticos. Y ahí está el límite.

El contraste es elocuente. Frente a Rusia o Bielorrusia, la UE actúa con rapidez mecánica: sanciones inmediatas, listas negras ampliadas y congelación de activos sin titubeos. Cuando ciudadanos europeos son etiquetados como “prorrusos”, la urgencia se presume y la proporcionalidad se flexibiliza. Pero cuando es Estados Unidos quien sanciona a funcionarios europeos por legislar, el arsenal desaparece del debate. No es un problema legal. Es una elección.

Conclusión: soberanía europea, sujeta a confirmación

El problema de fondo no es jurídico ni técnico. Es político. Europa teme el conflicto. Prefiere la humillación gestionada a la confrontación abierta, el comunicado a la decisión, la erosión lenta de su autonomía a una crisis visible. Estados Unidos lo sabe. Y actúa en consecuencia.

La sanción a funcionarios europeos por legislar democráticamente constituye una línea roja. Si se cruza sin respuesta efectiva, conviene abandonar de una vez la retórica sobre soberanía, valores compartidos y autonomía estratégica. No reaccionar no es prudencia; es debilidad. No actuar no preserva la relación transatlántica; la degrada. Esta no es solo una crisis diplomática, sino una prueba de madurez política.

Estados Unidos ha dejado claro que está dispuesto a utilizar su poder contra aliados cuando sus intereses se ven amenazados. La pregunta es si Europa está dispuesta a defender los suyos o si acepta, de facto, el papel subordinado que otros le asignan.

Porque si esta agresión queda sin respuesta, no será la última. Será el nuevo estándar. Y esta vez, Europa no podrá decir que no lo sabía.

SOBRE LA FIRMA: Carlos M. Ortiz Bru es exconsejero de Transportes y Telecomunicaciones en la Representación de España ante la Unión Europea y administrador civil del Estado