Lo dijo Josep Borrell (a quien ya se le echa de menos como Alto Representante, y eso que solo han pasado unas semanas desde el fin de su mandato), con toda la razón: “La Unión Europea debe aprender a hablar el lenguaje del poder”. Pero, ironías de la historia, ahora va a tener que ejercer ese poder ante su principal aliado: los Estados Unidos. O, mejor dicho, los Estados Unidos de Donald Trump.
No va a quedar otra alternativa, porque las primeras decisiones del nuevo presidente norteamericano no dejan lugar a dudas: sí, la realidad supera a la ficción. Hasta el punto de que uno se pregunta, a la vista de sus decisiones e intenciones, ¿cómo calificaría la UE a estos Estados Unidos: socio, competidor global, rival sistémico?
Un día sí y otro también, Trump va a provocar y golpear a la Unión. Y, aunque nunca debemos perder la esperanza en que el sistema constitucional estadounidense frene en la medida de lo posible al inquilino de la Casa Blanca, sobre todo tenemos que confiar en nosotros mismos.
Este escenario implica varias tareas para la UE.
La primera: abandonar el excesivo seguidismo que en algunas cuestiones internacionales ha caracterizado sus relaciones con los Estados Unidos de Biden. Seguidismo que nos ha llevado a un problema: depender de un Washington con el que no vamos a estar de acuerdo.
La segunda: no dudar a la hora de expresar sus discrepancias con Trump; la UE y Estados Unidos son socios, por supuesto, pero solo pueden serlo en pie de igualdad.
La cuarta: apostar al máximo por el derecho internacional (sin dobles raseros) y el multilateralismo en las relaciones internacionales, algo que la UE no ha hecho de manera suficiente: necesitamos socios y aliados en todo el mundo (priorizando el Sur Global) si queremos defender lo que representamos.
La quinta: subrayar lo que somos, esto es, una unión de valores para defender derechos. No unos ingenuos woke (como algunos insisten en repetir), sino unos firmes defensores de un modelo democrático y social en el que la igualdad entre la mujer y el hombre, la diversidad, la no discriminación y la tolerancia son sencillamente incuestionables porque forman parte de nuestra identidad.
Esto último no será fácil: reconozcamos que, lamentablemente, estamos bastante divididos. Y no me refiero a esa extrema derecha que ha alcanzado el poder en varios Estados miembro o aspira a hacerlo, y se pasea ufana por los pasillos del nuevo Washington trumpiano.
Hablo de las grandes fuerzas políticas europeístas, que creen firmemente en la democracia que han construido y cuya obligación es tanto impedir que los antieuropeos gobiernen como reforzar la UE en todos los terrenos.