En el AI Index del Stanford Institute for Human-Centered AI (HAI), España no aparece como la potencia que más invierte en ‘startups’ ni como la fábrica de modelos fundacionales. Su ventaja está en otro frente: la gobernanza. Entre 2016 y 2024, España lidera las “legislative citations” relacionadas con inteligencia artificial y, además, es el sexto país con más proyectos de ley aprobados en la materia. 
El dato es relevante por una razón que a menudo se olvida en la conversación tecnológica: la IA no se despliega en el vacío. Se despliega en administraciones, hospitales, juzgados, bancos y empresas que necesitan reglas operativas para comprar, auditar, explicar y, llegado el caso, sancionar.
En el propio diagnóstico asociado al AI Index se subraya el aumento de incidentes vinculados a IA y la necesidad de herramientas para medir seguridad y fiabilidad; ahí se encuadra el papel de la Agencia Española de Supervisión de la Inteligencia Artificial (AESIA), que trabaja en cooperación con instituciones europeas en supervisión y uso responsable.  En un continente que ha hecho de la confianza un activo estratégico, España ha decidido jugar en la liga donde se gana legitimidad: la de la regulación bien aterrizada.
¿Y qué hay detrás de esa foto? Que España no es solo BOE.
El informe citado desde el ecosistema de supervisión español apunta a indicadores de adopción económica que merecen atención: la integración de robots en la economía crece con fuerza (España fue el cuarto país con mayor crecimiento anual en 2023 vs. 2022, tras India, Reino Unido y Canadá). También aparece bien situada en gasto público en contratos relacionados con IA (entre los cinco primeros europeos) y en el porcentaje de vacantes que piden habilidades de IA (cerca de Reino Unido y por encima de Países Bajos).
Si el mercado laboral lo pide y la contratación pública lo empuja, la IA ya no es un piloto; es un vector de competitividad.
El otro pilar es el capital humano, y aquí España juega una carta inesperada. En formación de posgrado TIC (ICT), Estados Unidos sigue siendo el referente, pero el AI Index sitúa a España justo detrás, por delante de economías con reputación tecnológica más asentada.  Ahora bien, el mismo diagnóstico señala una asignatura pendiente que, si no se corrige, termina traduciéndose en cuello de botella: la brecha de género en habilidades y concentración de talento en IA.
Y añade un matiz que no conviene ignorar en política pública: en percepción social, España tiende más a la nerviosidad que al optimismo cuando evalúa productos y servicios que usan IA. 
Conclusión: no basta con formar; hay que sostener una narrativa de utilidad, derechos y seguridad que haga aceptable el despliegue.
El combustible de la inversión pública
Por último, está el combustible: la inversión pública. En el ranking de inversión pública en IA que recoge el informe, España figura como el cuarto país europeo (tras Reino Unido, Alemania y Francia) y muestra un crecimiento sostenido en la última década.  En paralelo, Stanford HAI ofrece una herramienta de comparación internacional, la Global AI Vibrancy Tool, que permite ver tendencias anuales de 2017 a 2024 y ajustar pesos para comparar ecosistemas.
La lectura para España es sencilla: regulación sin industria es papel; industria sin reglas es riesgo.
Si el país quiere convertir su liderazgo normativo en ventaja económica, el siguiente paso no es solo legislar mejor: es acelerar compra pública inteligente, reforzar estándares, atraer talento diverso y convertir la seguridad -esa palabra tan poco sexy- en una ventaja competitiva.