Europa, el continente que en el siglo XX se reinventó sobre las ruinas de dos guerras mundiales y erigió su identidad sobre el ideal de la paz, ha vuelto a descubrir la pólvora. Y no de manera metafórica. En apenas tres años, la Unión Europea ha pasado de predicar la integración a practicar el rearme. Drones, tanques, presupuestos de guerra, fábricas de munición: el sueño civilizatorio de la Europa del bienestar se transforma, paso a paso, en un mercado militar.
La guerra en Ucrania, que en 2022 sacudió los cimientos de la seguridad continental, ha generado algo más que una crisis regional: ha cambiado el paradigma político y psicológico europeo. Bruselas ya no piensa en reconstruir, sino en resistir. Ya no discute sobre cohesión social, sino sobre calibres de artillería. Y en ese tránsito hacia la “normalidad armada” late una paradoja inquietante: cuanto más se rearman los europeos, menos parecen saber para qué.
El keynesianismo de la defensa: la economía del miedo
Hablar de “economía de guerra” en los pasillos comunitarios ya no es tabú. Lo que empezó como una respuesta de emergencia ante la agresión a Ucrania se ha institucionalizado con entusiasmo tecnocrático. Ursula von der Leyen lo resume en una frase que se ha vuelto lema: “Europa debe pasar de la era del desarme a la era de la defensa”.
Rearme, sí, pero para disuadir, no para perpetuar el miedo; defensa, sí, pero conviene preguntarse ante quién y para qué: ¿para proteger nuestra seguridad o para consolidar una lógica de confrontación que nos aleja de la paz?
Entre 2021 y 2024, el gasto militar conjunto de los países de la UE aumentó un 32 %, superando los 290.000 millones de euros. Programas como el European Peace Facility o el ASAP canalizan fondos directamente a la producción de armamento, bajo el argumento de que invertir en defensa también estimula la economía. Thierry Breton, uno de los arquitectos de esta doctrina, lo ha dicho sin ambages: “Europa debe convertirse en una economía de guerra”.
Así, el nuevo keynesianismo europeo ha cambiado los cimientos del bienestar por los moldes del acero, levantando muros defensivos donde antes se tendían puentes. La guerra se convierte en proyecto de crecimiento: un New Deal blindado. Pero el precio de esta deriva es alto. La seguridad ha reemplazado a la política como principio organizador del continente, y el miedo, como motor ideológico, ha sustituido al pensamiento crítico.
La política del miedo: cohesión sin propósito
La economía del miedo funciona. El miedo cohesiona, disciplina y simplifica. Bruselas habla de “resiliencia” con la misma fe con que antaño hablaba de “solidaridad”. Pero resistir no es gobernar. La Union Europea vive inmersa en una narrativa de ansiedad existencial: miedo a Rusia, al populismo, a la desinformación, al desorden.
El resultado es un continente en permanente estado de alarma, donde la cultura del riesgo ha sustituido al pensamiento estratégico. Ivan Krastev lo ha expresado con precisión: “Europa ha aprendido a resistir, pero no a proponer”.
Y esa resistencia no ha fortalecido su autonomía, sino su dependencia. La tan proclamada “autonomía estratégica” de Macron se ha diluido en la práctica bajo el paraguas de la OTAN. Washington sigue marcando el compás. La soberanía militar europea es, por ahora, un simulacro bien financiado.
Del ideal de la paz al silencio diplomático
Europa fue, durante décadas, sinónimo de diplomacia. Acuerdos, mediaciones, reconstrucción: ésa era su marca. Hoy, sin embargo, la palabra “negociación” se ha vuelto sospechosa, casi herética. Josep Borrell lo admitió con desarmante sinceridad: “Hemos aprendido a hablar el lenguaje del poder, pero no el del acuerdo”.
Mientras tanto, las misiones civiles de la UE se reducen, y ningún Estado miembro parece tener un plan de paz creíble para Ucrania. Lo que en los años setenta fueron los Acuerdos de Helsinki, hoy sería impensable: faltan interlocutores, liderazgo, confianza y, sobre todo, voluntad.
No cabe duda de que Rusia carga con la responsabilidad directa por la agresión, por la violencia ejercida sobre Ucrania y por la violación flagrante del derecho internacional humanitario. Pero sería un error convertir esa evidencia en coartada moral. Europa también tiene una responsabilidad ineludible: la de haber abandonado, con desdén y complacencia engañosa, los procesos de paz que pudo haber sostenido, prefiriendo delegar su destino en la estrategia de Washington. En su papel de mandatario de Estados Unidos, el continente renunció a su voz propia, confundiendo solidaridad con subordinación y seguridad con obediencia.
Peor aún, la Unión Europa incurrió en el engaño: como admitieron Merkel, Hollande y Johnson, los acuerdos de Minsk fueron usados no para alcanzar la paz, sino para ganar tiempo y rearmar a Ucrania, signo de una diplomacia que renunció a su propio valor y a la voluntad de dialogar. Así, la diplomacia europea, antaño referente de equilibrio y prudencia, se diluyó en una narrativa de guerra ajena, perdiendo el coraje político de buscar la paz cuando aún era posible.
Las consecuencias son evidentes: París y Berlín, antaño arquitectos del consenso continental, han perdido influencia, cuando no se han doblegado, frente a una nueva liga del Este —Polonia, los países bálticos y la República Checa— que hoy marca el ritmo del nuevo militarismo europeo. En este bloque emergente, la diplomacia se percibe como debilidad y la disuasión como virtud. El eje francoalemán, que durante décadas equilibró el pragmatismo con la prudencia, parece agotado. Su lugar lo ocupa un proyecto implícito pero inequívoco: convertir a la Unión Europea en la extensión logística de la OTAN.
Detrás de esa apuesta late el reflejo histórico del miedo al antiguo opresor. Para los países del Este, reforzar la defensa europea significa mantener a raya a Rusia, no solo por cálculo estratégico, sino por memoria; de ahí que la seguridad acabe pareciéndose demasiado al cerco y la disuasión, a una forma de hostilidad permanente.
España no escapa a esta deriva. En lugar de actuar como mediador, que su historia y su posición geopolítica podrían haberle otorgado, se ha alineado sin matices con la lógica atlántica, siguiendo el guion de Bruselas y Washington sin una voz propia ni un horizonte diplomático alternativo. En el escenario europeo, España se comporta más como un eco que como un actor: respalda el rearme, pero no define su propósito. Su adhesión refleja más obediencia que estrategia, y sus efectos se sienten dentro: el gasto militar crece mientras se reducen recursos para políticas sociales. Así, España reproduce en miniatura la paradoja europea: proclama la paz mientras se prepara para la guerra.
Rehenes de una ideología
La belicosidad europea y la renuncia a la diplomacia no obedece sólo a razones militares, sino a una lógica ideológica. Para buena parte de sus líderes, mantener la tensión rusófoba es un medio de supervivencia política. No se trata tanto de creer en la victoria ucraniana como de sostener un relato: el de una Europa moralmente superior, defensora de los valores liberales frente a la barbarie autoritaria.
Detrás de esa narrativa late una fe política en el llamado “Proyecto 2029”: la esperanza de que el regreso de los demócratas a la Casa Blanca restaure el viejo orden atlántico. Pero esa fe en un Mesías liberal es una fuga hacia adelante. Europa no combate sólo a Rusia, sino a su propio vacío. La guerra ofrece un enemigo externo que sustituye las viejas promesas de prosperidad e integración.
El antirusismo, más que una estrategia, se ha convertido en el nuevo cemento europeo. Cohesiona a gobiernos dispares, justifica el gasto militar y da sentido a una burocracia que ya no inspira por sí sola. Pero ese cemento, construido sobre el miedo, se agrieta con cada crisis energética, cada protesta social, cada desengaño diplomático.
El coste del desgaste
Las consecuencias son visibles. Ucrania ha perdido cerca del 20 % de su territorio, el 40 % de su PIB y millones de ciudadanos. Europa, por su parte, ha asumido los costes financieros y morales de una guerra que no puede ganar ni detener. Sus arsenales se agotan, su industria se resiente, su competitividad cae y su dependencia energética se ha desplazado del gas ruso al gas estadounidense, más caro y menos sostenible.
Mientras Europa se empobrece, Estados Unidos se enriquece. Sus empresas venden armas y gas a precios récord. Sin disparar un solo proyectil, Washington ha recuperado su liderazgo sobre el Viejo Continente.
El balance es claro: una Europa más armada, pero menos soberana; más cohesionada en la retórica, pero más dependiente en los hechos.
Un mundo que ya cambió
La guerra en Ucrania ha acelerado la llegada de un mundo multipolar que Europa aún no asume. Rusia y China, lejos de colapsar bajo las sanciones, han consolidado un eje alternativo junto a países del Sur Global que rechazan las lecciones morales de Bruselas. Los BRICS+, la Franja y la Ruta o la Organización de Cooperación de Shanghái dibujan un nuevo mapa de poder donde Europa aparece como actor secundario.
Estados Unidos, aunque desgastado internamente, ha sabido adaptarse al pragmatismo transaccional. Europa, en cambio, sigue esperando el retorno del viejo atlantismo, como quien aguarda a un Dios que ya no escucha. Pero el mundo no espera. La multipolaridad no es una amenaza: es un hecho consumado. Y si Europa no asume su nuevo papel, otros decidirán su destino.
El espejismo moral
En este contexto, la retórica moral europea se convierte en refugio. Defender la democracia, resistir la agresión, proteger los valores occidentales: todo suena noble, pero detrás se esconde una disonancia. Europa ya no cree en la victoria, pero actúa como si la creyera. La guerra se ha vuelto una fe civil, una liturgia que mantiene unido al rebaño.
Esa superioridad moral encubre un complejo de inferioridad. Europa teme admitir que su tiempo de hegemonía ha pasado, y que ya no es el centro del mundo. Por eso necesita la guerra: le otorga relevancia simbólica. Le permite fingir que todavía cuenta.
Pero esa ilusión tiene fecha de caducidad. Cuando la guerra termine -porque todas las guerras acaban-, Europa se enfrentará a su mayor vacío: la falta de un relato para la paz.
El retorno necesario de la diplomacia
En este punto de inflexión, la Union Europa debe mirar más allá del miedo. El rearme es necesario -sí-, porque sin capacidad de disuasión no hay autonomía posible. Pero esa reconstrucción militar llevará años y no debe sustituir al pensamiento político.
El corto plazo exige resolver la guerra en Ucrania; el medio plazo, reconstruir un sistema de seguridad europeo estable; y el largo plazo, redefinir el papel del continente en un mundo que ha dejado atrás la centralidad occidental.
La Union Europea no puede limitarse a resistir ni a seguir los dictados de Washington. Ha llegado el momento de convertirse en actor principal en la construcción de un acuerdo de paz y seguridad para Europa. Un acuerdo que no excluya a Rusia, sino que la integre como parte esencial del equilibrio y la prosperidad continental.
Esto implica romper el tabú del diálogo. No es cómodo, pero sí honesto. Porque seguir apostando por una guerra interminable no es heroísmo, es cobardía disfrazada. Negociar no es traicionar: es recordar que el valor también consiste en hablar cuando todos gritan.
Es hora de levantar el teléfono, de llamar a Moscú y Kiev, de sentarse -por difícil que sea- a negociar tres cuestiones fundamentales: La paz en Ucrania, con un alto el fuego verificable y un proceso político viable que incluya desde las reparaciones de guerra a la determinación y afianzamiento de las fronteras. Las garantías de esa paz, para que sea duradera y no un simple paréntesis y un nuevo marco de seguridad europea, que sustituya la lógica de bloques por una arquitectura inclusiva, donde la disuasión conviva con la diplomacia.
Negociar nunca es fácil, y menos cuando la otra parte llega con la fuerza en la mano y condiciones que parecen inaceptables. Pero Europa debería recordarlo: las paces más difíciles han sido siempre las más necesarias. Dayton puso fin a Bosnia cuando nadie creía posible hablar; el Viernes Santo en Irlanda del Norte nació del cansancio antes que de la fe; Colombia firmó tras medio siglo de guerra y desconfianza. Ninguna de esas negociaciones fue justa, pero todas fueron valientes. Porque cuando todos entienden que nadie puede ganar, la negociación deja de ser una cesión y se convierte en el último acto de inteligencia política.
Europa, que un día hizo del diálogo su mayor conquista, haría bien en recordar que a veces la verdadera fuerza está en volver a hablar antes de que el ruido de los cañones acabe por volverla sorda.
Europa nació para hacer impensable la guerra. Hoy debe trabajar para hacerla innecesaria. El camino no será fácil ni rápido, pero es el único que puede devolverle su propósito histórico: construir un orden basado no en el miedo, sino en la razón, el equilibrio y la palabra.
Como advirtió Borrell, “La defensa de Europa no puede limitarse a resistir; debe aspirar a construir un orden donde resistir ya no sea necesario.” Ha llegado la hora de hacerlo realidad. Ha llegado la hora de que Europa vuelva a pensar -y a negociar- por sí misma.
SOBRE LA FIRMA:
Carlos M. Ortiz Bru es exconsejero de Transportes y Telecomunicaciones en la Representación de España ante la Unión Europea y administrador civil del Estado.
