España y el arte de delegar su destino

El exconsejero en la Representación de España ante la UE, Carlos M. Ortiz Bru reflexiona en Demócrata sobre el papel que juega España en el nuevo contexto europeo: "Actuar por cuenta propia es legítimo; hacerlo sin estrategia, suicida"

Foto de familia con los ministros de Asuntos Exteriores de Reino Unido, David Lammy, España, José Manual Albares, Polonia, Radoslaw Sikorski, Francia, Jean-Noël Barrot, e Italia, y la Alta representante de la Unión para Asuntos Exteriores y Política de Seguridad, Kaja Kallas, durante la reunión ministerial sobre seguridad europea y Ucrania, en el Palacio de Viana, a 31 de marzo de 2025, en Madrid (España). Eduardo Parra / Europa Press 31/3/2025

España tiene una política exterior como quien tiene un piano en casa: lo muestra con orgullo, lo limpia de vez en cuando, pero casi nunca lo toca. Desde hace cuatro décadas, la diplomacia española vive instalada en una cómoda contradicción: presume de europeísmo mientras evita ejercer poder; habla de autonomía estratégica mientras actúa con reflejos prestados; invoca el liderazgo europeo mientras se esfuerza por no destacar demasiado.

La política exterior española -si es que esa expresión aún significa algo- es la historia de una ambición aplazada y una resignación elegante. Porque España, ese país que un día soñó con “volver a Europa”, hoy parece incapaz de imaginarse fuera de ella. Lo que en los ochenta fue un proyecto nacional se ha convertido en una coartada estructural: la Unión Europea sirve para justificar tanto la acción como la inacción, tanto la iniciativa como la sumisión.

Europa fue, sin duda, la gran epopeya política del siglo XX español. Nos dio democracia consolidada, prosperidad, visibilidad, y algo que los españoles llevábamos tiempo necesitando: una forma de modernidad sin culpa. Entrar en Europa fue dejar atrás el franquismo, la autarquía y el provincianismo. Fue, también, el modo más civilizado de borrar una herida.

Pero la redención se convirtió pronto en anestesia. Y el europeísmo, en una forma de tutela voluntaria. España no volvió a pensar su papel en el mundo porque ya no lo necesitaba: Europa pensaba por ella.

Europa como refugio

España es, probablemente, el país más sinceramente europeísta del continente. Lo cual no deja de tener su mérito si se piensa que ese entusiasmo convive con una notable falta de interés por lo que realmente ocurre en Bruselas, Estrasburgo o Berlín. En realidad, el europeísmo español ha sido siempre más emocional que intelectual, más identitario que político. Europa, para los españoles, no era un proyecto: era un lugar de pertenencia.

Por eso, durante décadas, bastaba con repetir que éramos “buenos europeos” para evitar cualquier discusión de fondo sobre la política exterior. Europa nos legitimaba, nos protegía y, sobre todo, nos pensaba. Lo europeo era sinónimo de sensato, de moderno, de correcto. ¿Para qué discutir?

Esa delegación del pensamiento tiene consecuencias. La política exterior española se volvió, poco a poco, una política de reflejos. Cuando Bruselas se mueve, Madrid se mueve; cuando Bruselas duda, Madrid duda. Somos una diplomacia reactiva, casi reflejo condicionado: cumplidora, eficaz, y, precisamente por eso, irrelevante. El Ministerio de Exteriores, parece un departamento técnico más que una cancillería con doctrina. Bajo la tutela de la Moncloa, la diplomacia se mueve sin voz, sin nervio y sin rumbo entre el miedo y el cesarismo: el ministro manda sin convencer y obedece sin pensar.

Y sin embargo, España tiene todos los ingredientes para no serlo. Está en la encrucijada de Europa, África y América; posee vínculos culturales únicos, peso económico y una posición geoestratégica privilegiada. Pero carece de lo esencial: una idea de sí misma como potencia. Porque, en el fondo, España no se cree su propio poder.

De González a Sánchez: el ascenso y la siesta

Felipe González entendió la política exterior como prolongación de la modernización democrática. Su europeísmo no era un refugio, sino un proyecto: Europa como garantía de estabilidad, modernidad y prosperidad. Durante los años ochenta y noventa, ese relato funcionó. España creció, se integró y ganó peso.

José María Aznar, por su parte, representó la otra cara de la moneda: un intento de ejercer influencia real. Su política exterior fue excesiva y a menudo torpe -la foto de las Azores es el símbolo de ese delirio de grandeza-, pero al menos implicaba una visión: España debía contar.

Después llegó la larga siesta. Zapatero sustituyó la estrategia por el gesto, Rajoy la gestión por el silencio. Entre ambos, España pasó de tener una política exterior ambiciosa a conformarse con una de bajo consumo.

Pedro Sánchez ha tratado de recuperar el protagonismo perdido con la bandera de la “autonomía estratégica europea”. Pero la paradoja es evidente: no puede haber autonomía si la brújula sigue siendo ajena. Su gobierno ha mostrado reflejos hábiles -en Gaza, por ejemplo, España ha adoptado una posición valiente-, pero carece de una visión sostenida. Cada golpe de efecto se agota en el siguiente titular. La política exterior como campaña electoral permanente.

La autonomía imposible

España repite, como un mantra, la expresión “autonomía estratégica europea”. El concepto suena sofisticado, pero en la práctica se traduce en una fórmula para no decir demasiado. Autonomía, sí, pero ¿respecto de quién? ¿de Estados Unidos, de China, de la propia Bruselas? España invoca la autonomía como quien se promete ir al gimnasio: con entusiasmo retórico y disciplina intermitente.

La política hacia Marruecos es el ejemplo perfecto. En 2022, el Gobierno decidió romper con décadas de neutralidad y apoyar el plan marroquí sobre el Sáhara Occidental. Fue, sin duda, un acto de autonomía. También, de improvisación. El giro dejó perpleja a Bruselas, irritó a Argelia y desconcertó a la propia diplomacia española. Actuar por cuenta propia es legítimo; hacerlo sin estrategia, suicida.

En América Latina, otro tanto. España conserva prestigio histórico, pero cada vez menos influencia real. Las cumbres iberoamericanas son ejercicios de nostalgia. Y mientras tanto, China, Rusia y Turquía ocupan los espacios que antes se daban por descontados.

Incluso en energía, donde España podría ser pionera -por su red de regasificación, su potencial renovable y su conexión con África-, el liderazgo se diluye dentro de la narrativa común de la UE. Somos, de nuevo, un socio eficiente. Pero el liderazgo exige más que eficiencia: exige voluntad.

Europa como espejo, no como brújula

España mira a Europa como quien se contempla en un espejo. El reflejo devuelve una imagen tranquilizadora: moderna, democrática, solvente. Pero los espejos no indican rumbo. Sirven para comprobar que uno sigue siendo el mismo. Y ese es precisamente el problema: España lleva demasiado tiempo confirmando que sigue siendo europea, en lugar de preguntarse qué tipo de Europa quiere construir.

El europeísmo, convertido en hábito, ha acabado funcionando como refugio. Cuando no sabemos qué hacer, decimos “Europa”. Cuando no queremos decidir, decimos “consenso europeo”. Y así, poco a poco, la política exterior se ha transformado en una administración de lo inevitable. España tiene reflejos, pero no propósito. Y un país sin propósito acaba siendo espectador de la historia.

El espejismo del liderazgo

Cada gobierno repite la misma consigna: “España quiere liderar Europa.” Pero el liderazgo no se decreta: se ejerce. Y sobre todo, se paga. Liderar implica incomodar, asumir riesgos, disentir. Y España lleva años perfeccionando el arte contrario: el de no molestar demasiado.

Francia presume de su grandeur, Alemania de su moral kantiana del poder, Italia de su flexibilidad maquiavélica. ¿Y España? España presume de sensatez. De ser el alumno responsable del club. Lo cual tiene su mérito, pero también su condena: nadie sigue al que nunca se atreve a desviarse del camino.

La guerra en Gaza pareció ofrecer una rara excepción: España, por una vez, adoptó una postura moralmente valiente, desafiando la hipocresía de buena parte de la UE. Un gesto de coherencia poco habitual, casi heroico. Pero, claro, también podría verse como un ejercicio de oportunismo y demagogia, una de esas políticas de gesticulación —tan al estilo Macron— que apenas rozan la realidad y sirven más para el lucimiento interno que para cambiar el curso de los acontecimientos. Quizá fue valentía, quizá teatro; lo cierto es que, si las excepciones no se vuelven doctrina, quedan reducidas a eso: a un destello ético en medio del engranaje burocrático, tan fugaz como conveniente.

La diplomacia del PowerPoint

En los despachos de los Ministerios, incluso en el del Ministerio de Exteriores, hay talento y profesionalidad, pero falta en sus dirigentes algo menos tangible: una idea de Estado. Cada gobierno llega con su eslogan, su marca institucional -“España Global”, “Marca España”- y su estrategia nueva. Pero lo que no cambia es la ausencia de hilo conductor.

La continuista Estrategia de Acción Exterior 2025–2028 enumera objetivos impecables: un mundo sostenible, una Europa más fuerte, un vecindario estable. Nadie podría estar en desacuerdo. Pero precisamente por eso, el documento es irrelevante. Es la diplomacia convertida en PowerPoint: estética perfecta, contenido gaseoso.

España no necesita más planes estratégicos. Necesita una visión que trascienda el ciclo electoral, que sobreviva a los vaivenes partidistas y que, sobre todo, entienda la política exterior como una política de Estado. Pero eso exige algo que el sistema político español no cultiva: continuidad y compromiso.

De la épica a la gestión

Quizás el problema sea que España ha perdido el gusto por la épica. Durante los ochenta, todo era épico: entrar en Europa, modernizar el país, cerrar heridas. Hoy, en cambio, domina la tecnocracia. La política exterior se gestiona como un expediente administrativo: sin emoción, sin relato, sin riesgo.

Esa ausencia de épica no es trivial. Las naciones, como las personas, necesitan narrativas que justifiquen sus decisiones. Sin relato, no hay propósito; sin propósito, no hay poder.

España ha sustituido la visión por el protocolo, la ambición por la prudencia. Y así, poco a poco, su diplomacia se ha convertido en un ritual: impecable en la forma, vacía en el fondo.

El talento desperdiciado

No faltan diplomáticos y funcionarios competentes, analistas brillantes ni think tanks con diagnósticos lúcidos. Lo que falta es que alguien los escuche. La política exterior sigue tratándose como asunto accesorio, subordinado a las urgencias internas. Cada gobierno llega al poder y cambia la brújula. No hay continuidad, ni doctrina, ni memoria institucional. Somos, en el mejor de los casos, una diplomacia eficiente. Pero sin una idea de país, la eficiencia es puro automatismo. Lo internacional solo interesa cuando sirve para el debate doméstico: un viaje presidencial, una cumbre climática, un desencuentro con Marruecos, una Cumbre en Bruselas o la defensa numantina, cansina e hispano-española de las lenguas en la UE. Pero la acción exterior no puede improvisarse cada cuatro años. Es una política de Estado, o no es nada. Y España, salvo contadas excepciones, la ha tratado siempre como un adorno institucional.

El resultado es paradójico: un país con un enorme potencial de influencia -cultural, geográfica, económica- que se comporta como una potencia tímida. España podría ser un actor decisivo en el Mediterráneo, una voz moral en América Latina, un referente energético en Europa. Pero no lo es. Porque no se atreve.

La potencia que no se atreve

España no es pequeña. Es una potencia media con recursos, prestigio y capacidad. Lo que le falta no es poder, sino ambición. No es voz, sino voluntad.

El verdadero desafío no es emanciparse de Europa -nadie sensato lo propone-, sino emanciparse del reflejo. Dejar de pensar solo en función del marco europeo y empezar a definir una estrategia propia, compatible con Bruselas pero no subordinada a ella.

Europa ya no es el refugio que fue en los ochenta. Hoy es un campo de competencia. En él, los países que lideran son los que piensan por cuenta propia. Y España, si quiere jugar en esa liga, debe aprender a hacerlo. El liderazgo europeo no se consigue siendo el alumno más aplicado, sino el que plantea las preguntas incómodas. España podría liderar el debate sobre la política migratoria, la relación con África, la transición energética o la defensa común. Pero para eso necesita una cosa muy española que hemos olvidado: coraje.

De la tutela a la madurez

Europa fue la escalera que nos permitió subir del atraso a la modernidad. Pero una escalera también puede ser un techo si uno se queda quieto. España ha alcanzado la madurez institucional, pero no la madurez estratégica. Seguimos actuando como el país que busca aprobación, no como el que tiene criterio.

La relación con Europa debería ser de corresponsabilidad, no de dependencia. Porque, al fin y al cabo, la Unión Europea no es una entidad ajena: somos nosotros. Y si España no impulsa ideas, otros lo harán por ella. En política exterior, como en la vida, quien no toma decisiones acaba viviendo de las decisiones de los demás. ¿O no es un ejemplo la actual política beligerante europea frente a la tradicional del consenso, la negociación y el acuerdo?

Epílogo: el coraje de pensar

España fue, durante siglos, un actor global. Luego, un espectador resignado. Hoy tiene la oportunidad de volver a pensar el mundo, no desde la nostalgia imperial ni desde el complejo periférico, sino desde la madurez democrática.

El problema es que seguimos esperando que Bruselas nos diga cuándo empezar.

Y quizás haya llegado el momento de dejar de esperar. España no necesita menos Europa, necesita más España en Europa.

SOBRE LA FIRMA:

Carlos M. Ortiz Bru es exconsejero de Transportes y Telecomunicaciones en la Representación de España ante la Unión Europea y administrador civil del Estado.

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