El 20 de octubre de 2025, los ministros de Energía de los Veintisiete alcanzaron un acuerdo que puede considerarse histórico: a partir del 1 de enero de 2028, ningún Estado miembro podrá importar gas ruso por gaseoducto, estableciendo al tiempo un proceso de transición hacia esta meta, con la prohibición de firmar nuevos contratos con proveedores rusos a partir de 2026.
Igualmente, se prohibirá la importación de GNL a partir del 1 de enero de 2027 para contratos a largo plazo, mientras que para los de corto duración entrara en vigor en un plazo de seis meses. La decisión, que solo encontró la oposición de Hungría y Eslovaquia, parece cerrar más de medio siglo de interdependencia energética entre Europa y Moscú.
Sin embargo, el entusiasmo inicial debe matizarse. El embargo no entrará en vigor hasta 2028, lo que significa que durante los próximos tres años Europa seguirá comprando gas ruso, prácticamente en las mismas condiciones actuales. Es decir, la desconexión política ya se ha proclamado, pero la económica aún no ha comenzado realmente. Esta brecha temporal evidencia los límites de una decisión más simbólica que estructural, que busca proyectar firmeza sin alterar de inmediato el equilibrio energético continental.
I. El fin de una era: de la dependencia al desafío de la soberanía
Durante décadas, el pacto tácito entre Europa y Rusia fue claro: energía barata a cambio de estabilidad industrial y social. En 2021, cerca del 45 % del gas consumido por la Unión Europea procedía de Moscú. Este suministro abundante y asequible sustentó la competitividad de la industria europea, en particular la alemana, que basó buena parte de su fortaleza exportadora en el acceso privilegiado a ese combustible.
La energía, que debía ser un instrumento de cooperación, se transformó en un mecanismo de coacción
Pero la invasión de Ucrania en 2022 rompió ese equilibrio. El gas se convirtió en arma geopolítica, los precios se dispararon y Bruselas reaccionó con sanciones, programas de diversificación y, finalmente, con el anuncio del veto definitivo. Sin embargo, esta dependencia no fue un accidente, sino el resultado de una estrategia deliberada y de un error histórico de cálculo.
El papel de Alemania: economía, ideología y error estratégico
Alemania desempeñó un papel central en la construcción de esa dependencia. Movida por razones económicas, geopolíticas y político-ideológicas, apostó por el gas ruso como sustituto de la energía nuclear, que fue abandonada tras el acuerdo con los Verdes en 2011. Aquella decisión, aplaudida entonces como un avance ecológico y social, se reveló más tarde como un acto de ingenuidad estratégica: el cierre de las centrales nucleares aumentó la dependencia del gas ruso y, con ella, la vulnerabilidad de todo el continente. Como reconocería después un antiguo asesor del canciller Olaf Scholz, “no fuimos dependientes por accidente, sino por elección”. La energía, que debía ser un instrumento de cooperación, se transformó en un mecanismo de coacción.
Una auténtica soberanía europea debería apoyarse también en los recursos energéticos de su entorno inmediato
Hoy, Europa busca reconstruir su soberanía energética, pero la transición no será inmediata ni exenta de contradicciones. “La soberanía energética es la nueva soberanía europea”, afirmó Ursula von der Leyen. La energía ha dejado de ser un asunto técnico para convertirse en el núcleo mismo de la autonomía política del continente.
II. El petróleo: la otra cara de la dependencia
La narrativa oficial se ha centrado en el gas, pero el petróleo sigue siendo el gran punto ciego de la estrategia europea. Pese a las sanciones, Rusia continúa exportando crudo -a menudo mediante su llamada “flota fantasma”-, burlando los controles internacionales y manteniendo el flujo de ingresos que financia su esfuerzo bélico. Parte de ese petróleo termina, paradójicamente, regresando a Europa a través de intermediarios, después de ser reetiquetado o refinado fuera del continente.
En este sentido, la supuesta independencia energética europea resulta, por ahora, parcial y ambigua. Europa ha sustituido su dependencia del gas ruso transportado por gasoductos por otra: la del gas natural licuado (GNL) estadounidense, más caro, más inestable y con una huella de carbono considerable.
La pregunta de fondo es si Europa está construyendo una soberanía real o simplemente trasladando su dependencia de un proveedor a otro.
El potencial energético cercano
Una auténtica soberanía europea debería apoyarse también en los recursos energéticos de su entorno inmediato. Los países mediterráneos —como Argelia, Libia y Egipto— ofrecen un potencial gasífero notable, al igual que los yacimientos del Atlántico y del Canal de la Mancha, explotados por el Reino Unido y los países escandinavos. Integrar esos recursos en una política común podría reforzar la autonomía continental, reduciendo la necesidad de recurrir al gas estadounidense o al crudo reexportado desde Asia. Sin embargo, la fragmentación política de la UE y la falta de visión estratégica han impedido hasta ahora avanzar en esta dirección
III. El nuevo tablero global: energía en tiempos de bloques
El veto al gas ruso se inscribe en una recomposición profunda del orden mundial, marcada por el declive del multilateralismo clásico y la incapacidad de organismos como la ONU o la OMC para articular consensos globales. En su lugar, las potencias se reagrupan en bloques rivales con estrategias energéticas y geopolíticas divergentes. Occidente, liderado por Estados Unidos, impulsa una agenda basada en la transición verde, la digitalización y la seguridad estratégica; el eje euroasiático, con Rusia y China al frente, promueve los BRICS+ y la desdolarización del comercio energético; mientras que el Sur Global, desde India hasta Brasil, busca mantener un equilibrio pragmático que le permita ganar autonomía y margen de maniobra.
En este nuevo escenario, Rusia redirige su gas hacia Asia a través del gasoducto Power of Siberia 2, China firma contratos de suministro a 30 años, y Estados Unidos se consolida como el principal proveedor de gas natural licuado (GNL) para Europa, con una cuota superior al 45 %, confirmando que la energía sigue siendo el eje central de la competencia global por la influencia y el poder.
De ahí la pregunta central: ¿puede Europa hablar de soberanía energética mientras depende del gas norteamericano? La independencia proclamada puede acabar siendo una ilusión estratégica, una transferencia de dependencia que mantiene a Europa subordinada a las decisiones de Washington.
IV. Europa ante el espejo: vulnerabilidades, asimetrías y el dilema nuclear
El plan REPowerEU, dotado con 190.000 millones de euros hasta 2030, pretende convertir la crisis energética en una oportunidad histórica. Busca acelerar la expansión de las energías renovables, mejorar las interconexiones y reforzar la resiliencia. Pero el progreso es desigual y las asimetrías internas son profundas.
Alemania levanta terminales flotantes de GNL y paga un alto precio industrial; Francia, gracias a su parque nuclear, amortigua el impacto; Italia reorienta su política hacia el Mediterráneo; Hungría y Eslovaquia resisten por su dependencia del gasoducto TurkStream.
El debate nuclear: el tabú necesario
Así, la energía nuclear vuelve al centro del debate. Aunque la Comisión Europea evita presentarla como pilar de la transición, numerosos expertos coinciden en que no existe alternativa viable a los combustibles fósiles sin una participación significativa de la energía nuclear.
Las renovables son esenciales, pero intermitentes: dependen del sol, del viento y de condiciones climáticas imprevisibles. Una economía industrial avanzada no puede sustentarse solo en fuentes discontinuas. Por eso, cada vez más países reconsideran sus políticas nucleares: Francia refuerza su liderazgo, Polonia proyecta nuevas centrales y Alemania empieza a debatir, con cautela, una posible rectificación de su abandono nuclear.
El apagón masivo ocurrido recientemente en España evidenció los riesgos de un sistema basado exclusivamente en energías renovables. Aunque algunos intentaron minimizarlo, el episodio puso de manifiesto la fragilidad de las redes eléctricas europeas ante picos de demanda o caídas imprevistas de generación.
V. España: del margen a la vanguardia energética
España ocupa una posición singular en este nuevo tablero. Con apenas un 5 % de dependencia del gas ruso y seis plantas de regasificación (Barcelona, Cartagena, Sagunto, Bilbao, Huelva y Mugardos), el país concentra más del 30 % de la capacidad de GNL de la UE. Esto la convierte en una plataforma clave de entrada, almacenamiento y redistribución energética hacia Europa.
Las renovables son esenciales, pero intermitentes
Pero su papel más prometedor se proyecta en el hidrógeno verde. El proyecto H2Med (BarMar), que conectará España con Francia y Alemania mediante un corredor de 2.850 millones de euros, se presenta como un símbolo del futuro energético europeo. No obstante, es fundamental recordar que el hidrógeno no es una fuente de energía, sino un portador: su producción requiere electricidad generada a partir de fuentes primarias. En el caso español, provendrá principalmente de energías renovables (solar y eólica), aunque no se descarta la participación del gas argelino en la etapa inicial del proyecto.
España, por tanto, puede convertirse en el “corazón verde” de Europa, pero su éxito dependerá de su capacidad para resolver varios retos estructurales que condicionan su liderazgo energético. Entre ellos destacan la necesidad de mejorar las interconexiones con Francia, que actualmente apenas alcanzan el 3 %; gestionar con prudencia las tensiones diplomáticas en el Magreb, de donde proviene parte esencial del suministro de gas; y evitar que el costo de la transición energética recaiga de forma desproporcionada sobre los hogares y las industrias nacionales. Solo afrontando con equilibrio y visión estratégica estos desafíos podrá España consolidar su papel como motor de la nueva soberanía energética europea.
La oportunidad es inmensa, pero también lo es el riesgo de que el país se limite a ser un mero puente energético, sin consolidar un tejido industrial vinculado a esa transformación.
VI. Entre la independencia y la ilusión
A pesar del discurso optimista de Bruselas, la realidad muestra una independencia incompleta. En 2024, la UE importó 16,5 millones de toneladas de GNL ruso, cifra récord. Simultáneamente, los contratos a largo plazo firmados con Estados Unidos y Catar comprometen el futuro energético europeo durante dos décadas.
“Hemos cambiado de amo, no de modelo”, confesó un diplomático europeo. La frase resume la paradoja: Europa proclama su autonomía, pero continúa subordinada a mercados y proveedores externos. La soberanía energética real no se medirá por el país de origen del gas, sino por la capacidad de reducir su consumo y dependencia estructural, fortalecer el almacenamiento, las redes inteligentes y la capacidad tecnológica propia.
VII. Una oportunidad para redefinir Europa
Paradójicamente, esta crisis puede convertirse en el motor de una renovación política del proyecto europeo. La energía, más que la moneda o la defensa, podría convertirse en el núcleo de una integración profunda y tangible. Una política energética verdaderamente común, basada en inversiones compartidas, innovación tecnológica y coordinación supranacional, permitiría reducir los desequilibrios y reforzar la posición global de Europa. Pero ello exige algo que hoy escasea: voluntad política e independencia estratégica frente a Washington.
Europa proclama su autonomía, pero continúa subordinada a mercados y proveedores externos
Si la Unión Europea continúa subordinando su política energética a los intereses estadounidenses, corre el riesgo de perpetuar su papel periférico en el nuevo orden multipolar. Solo si logra emanciparse de esa tutela y concebir su propio modelo de poder, podrá renacer como potencia verde, tecnológica y soberana.
VIII. Conclusión: soberanía o irrelevancia
La cuenta atrás hacia 2028 ha comenzado. Europa se enfrenta a un dilema histórico: definir su soberanía energética o resignarse a una nueva forma de dependencia.
España, gracias a su posición geográfica, su red de infraestructuras y su potencial renovable, puede desempeñar un papel decisivo. Pero el éxito dependerá de combinar realismo, inversión, innovación y solidaridad europea.
El reto no es solo sustituir al gas ruso, sino redefinir el modelo energético, industrial y político del continente. En última instancia, la energía es poder: quien controla su energía controla su destino. Europa tiene tres años para demostrar si su decisión de 2025 fue el inicio de una emancipación real o solo un gesto simbólico en el tablero de la geopolítica global. ¿Seremos capaces de asumir el reto?
SOBRE LA FIRMA:
Carlos M. Ortiz Bru es exconsejero de Transportes y Telecomunicaciones en la Representación de España ante la Unión Europea y administrador civil del Estado.
















