Repensar la política de Competencia europea: entre el santuario de la eficiencia estática y la economía del Siglo XXI

El exconsejero en la Representación de España ante la UE, Carlos M. Ortiz Bru reflexiona en Demócrata sobre las doctrinas en materia de competencia a nivel comunitario: "Pedir a Europa que juegue la partida global sin permitirle escala es como pedirle que juegue ajedrez sin reina"

HOUS - Exchange of views with Teresa Ribera, Executive Vice - President of the European Commission for Clean, Just and Competitive Transition

Durante más de sesenta años, la política de competencia ha sido una especie de catedral doctrinal enl a integración europea: solemne, imponente y defendida con fervor por funcionarios convencidos de que la virtud económica reside en que nadie crezca demasiado. Ningún edificio de Bruselas ha acogido tantos guardianes de la fe microeconómica clásica como la DG COMP, donde generaciones de tecnócratas han custodiado el dogma según el cual la fragmentación del mercado empresarial es una señal inequívoca de salud competitiva, y donde toda empresa que supera la categoría “menos de dominante, por si acaso” suele levantar sospechas casi sacramentales.

Sin embargo, el mundo -que a veces tiene la descortesía de evolucionar sin solicitar dictamen previo- ha cambiado de forma radical. Plataformas digitales, economías de red, inteligencia artificial, rivalidad geopolítica y dependencia tecnológica están reescribiendo las reglas de la competencia. Y en este nuevo tablero, evaluar el bienestar del consumidor únicamente con el termómetro del precio es tan útil como diagnosticar una fractura con un manual de primeros auxilios de los años 60.

La pregunta ya no es si la UE debe proteger la competencia (eso nadie lo discute), sino qué tipo de competencia quiere proteger y con qué instrumentos. Reformar la política de competencia no supone abandonar sus principios fundacionales de «competencia libre y sin distorsiones», sino reinterpretarlos de forma dinámica para un mundo en el que la innovación, la escala y la autonomía estratégica son componentes esenciales del bienestar a largo plazo.

El paradigma tradicional: eficiencia estática, estructuras rígidas y el consumidor como brújula única

La visión clásica se consolidó desde los albores de la integración europea. En Consten & Grundig (1966), el Tribunal de Justicia proclamó como dogma que preservar la estructura competitiva del mercado era necesario “en interés directo del consumidor”. Y el mensaje fue recibido con entusiasmo casi litúrgico: si el mercado permanecía fragmentado, el consumidor estaría protegido. Fácil, limpio, reconfortante.

Sentencias como Hoffmann-La Roche (1979) reforzaron la idea de que bastaba demostrar que una práctica podía restringir la competencia para sancionarla, sin necesidad de entrar en “incomodidades” como análisis económico complejo o evidencia empírica sólida. Era la edad dorada de la estructura: cuotas de mercado, gráfico estático, presunción casi metafísica de que más competidores suponían más eficiencia y menores precios.

El control de concentraciones siguió exactamente el mismo catecismo. Casos como GE/Honeywell, Schneider/Legrand o Ryanair/Aer Lingus eran expresión pura del credo estructuralista: donde había concentración, había peligro; donde había peligro, había que intervenir.

Esa doctrina funcionó -y con notable éxito- mientras la economía europea estaba dominada por sectores regulados y fuertemente monopolísticos, donde la simple preservación de la estructura bastaba para evitar abusos y garantizar precios razonables. Pero a medida que esos sectores comenzaron a liberalizarse y la competencia real sustituyó a los viejos monopolios públicos, aquel modelo fue perdiendo relevancia: lo que en su día fue un escudo eficaz para el consumidor empezó a convertirse en un marco rígido incapaz de entender mercados más dinámicos, globales y tecnológicos.

La revisión del caso Intel (2022) introdujo una revolución silenciosa en esta catedral doctrinal: el Tribunal obligó a la Comisión a dejar de confiar exclusivamente en etiquetas jurídicas (“por objeto”) y a examinar los efectos reales en el mercado. Fue el equivalente a abrir una ventana en una habitación cerrada desde hace medio siglo: una bocanada de aire fresco económico en una doctrina que llevaba demasiado tiempo respirando sólo su propio incienso.

La economía digital: el hereje que no respeta los dogmas

Los mercados digitales, desde la nube hasta la inteligencia artificial, han tenido la osadía de ignorar buena parte de los supuestos que sustentaban la política de competencia tradicional.

En el universo de las grandes plataformas digitales, el valor crece con la escala. Una aplicación sin usuarios es tan inútil como una red social sin contactos. Aun así, parte del regulador sigue viendo el tamaño empresarial como un pecado casi teológico. Ya en 2019, el Informe Crémer, Montjoye y Schweitzer (“La política de competencia en la era digital” 2019) advertía a la propia Comisión Europea que la competencia digital no va de precios, sino de innovación, datos y efectos de red. Pero asumir esa premisa implica aceptar algo incómodo para Bruselas: que, en el mundo digital, a veces la escala no sólo es inevitable, sino deseable.

Esa misma lógica se aplica a la innovación disruptiva. Las tecnologías que mueven la economía global -desde la inteligencia artificial hasta el comercio electrónico- requieren inversiones descomunales, acceso al mejor talento y la capacidad de perder miles de millones antes de ver beneficios. No es casual que Google, Amazon, Meta, Tencent o Alibaba no sean precisamente PYMEs con encanto. Pese a ello, todavía hay quien defiende desde las instituciones europeas que un ecosistema “saludablemente fragmentado” bastará para competir. Una idea que, en Washington o Pekín, provocaría más de una carcajada.

Y luego está la asimetría global. Mientras la Unión Europea aplica sus normas con una rigidez casi quirúrgica, otros bloques económicos operan con modelos mucho más permisivos -o directamente intervencionistas- para apuntalar a sus campeones nacionales. El resultado es evidente: Europa intenta correr la carrera tecnológica mundial con dos pesos atados a los tobillos, una fragmentación normativa persistente y una política de competencia que sigue mirando con recelo a París o Berlín cuando las verdaderas amenazas están mucho más lejos, en Silicon Valley y Shenzhen.

Siemens-Alstom: cuando la realidad llamó a la puerta y no la quisieron abrir

La decisión de prohibir la fusión Siemens/Alstom (2019) fue un momento que pudo haber sido un “despertador”, si la ortodoxia de la DG COMP fuese propensa a despertarse. La Comisión concluyó, con impecable formalismo jurídico, que la operación crearía posiciones dominantes en señalización ferroviaria y trenes de alta velocidad. Hasta aquí, el manual.

El problema fue que Francia y Alemania defendían abiertamente que la fusión era necesaria para crear un campeón europeo capaz de competir con CRRC, el gigante chino. La respuesta de Bruselas fue esencialmente un “las reglas son las reglas”, un argumento irreprochable… si Europa compitiese únicamente consigo misma.

El Informe Monti (2010) -escrito, por cierto, por uno de los padres intelectuales de la política de competencia moderna- ya había advertido que competencia y política industrial no debían ser esferas separadas. Pero aquel aviso quedó archivado en la sección “interesante, pero inconveniente”.

El caso Siemens-Alstom reveló que la aplicación mecánica de criterios estructurales puede producir resultados no sólo subóptimos, sino estratégicamente dañinos. Pedir a Europa que juegue la partida global sin permitirle escala es como pedirle que juegue ajedrez sin reina: queda muy bonito en teoría, pero no gana torneos.

Las advertencias de Monti y Draghi: dos Marios y un mismo diagnóstico

La ironía es que, mientras la DG COMP sigue defendiendo con devoción el evangelio de la eficiencia estática, los líderes europeos más respetados ya han explicado, con bastante claridad, que el modelo debe cambiar.

Mario Monti advirtió ya en 2010 que la política de competencia europea no podía seguir funcionando como un universo autosuficiente, ajeno a la política industrial y a la realidad del mercado global. Según él, limitarse a vigilar la competencia dentro de las fronteras internas equivalía a que Europa se estorbara a sí misma: una forma particularmente refinada de autoboicot. En sectores estratégicos -energía, transporte, tecnología-, Monti subrayó que la UE debía pensar no en el vecino del país de al lado, sino en los gigantes globales con los que realmente iban a medirse las empresas europeas.

Años después, Mario Draghi retomó la misma idea, pero con menos diplomacia y más urgencia. En su Informe sobre la Competitividad Europea de 2024, afirmó que Europa debe reescribir por completo su marco económico si quiere que existan empresas capaces de operar a escala continental. Según Draghi, la UE debe abandonar su “obsesión por la microcompetencia interna”, dejar atrás la fragmentación regulatoria y apostar por inversiones masivas e integración industrial. La receta es clara: menos atomización, más ambición global.

Draghi, en realidad, solo dijo en voz alta lo que muchos susurraban desde hace años: que una política de competencia diseñada para proteger mercados locales puede terminar perjudicando el interés europeo a largo plazo. Si el análisis se limita a cuotas de mercado dentro de la UE sin mirar lo que ocurre en Washington, Shenzhen o Bangalore, las empresas europeas seguirán compitiendo en un ring cada vez más pequeño mientras el combate real se libra en arenas globales.

En suma, mientras la Dirección General de Competencia sigue defendiendo con devoción su catedral conceptual, Monti y Draghi llevan más de una década señalando que el edificio necesita reformas profundas. Y que, si no se acometen a tiempo, no hará falta que nadie lo derribe: se caerá solo, víctima de su propia inmovilidad.

La reforma necesaria: del bienestar estático al bienestar dinámico

La protección del consumidor sigue siendo esencial, pero debe entenderse en clave dinámica: precios hoy, sí, pero también innovación, resiliencia y autonomía tecnológica mañana. Los economistas schumpeterianos llevan décadas insistiendo en que la innovación requiere empresas fuertes, no microempresas valientes que compiten heroicamente hasta que las compra un gigante extranjero.

La jurisprudencia reciente comienza a alinearse con esta visión. El caso Intel (2022) exige evaluación basada en efectos reales. El Digital Markets Act reconoce que los mercados digitales no funcionan como los mercados del siglo XX. Pero todo esto es apenas un tímido comienzo.

Para que la política de competencia esté verdaderamente adaptada al siglo XXI, es necesario que acepte fusiones que permitan a las empresas ganar escala e impulsar la innovación, siempre acompañadas de una adecuada supervisión posterior que garantice que no se abuse de la posición resultante. También debe analizar la competencia desde una perspectiva global, más allá del ámbito estrictamente europeo: en un mundo donde las grandes empresas tecnológicas y los campeones industriales operan globalmente, las decisiones deben considerar también la presión competitiva de actores internacionales. A ello se suma la necesidad de coordinar la política de competencia con la política industrial de manera transparente y objetiva, de modo que ambas trabajen juntas para fortalecer la competitividad sin caer en proteccionismos injustificados. Además, resulta esencial reconocer y valorar las eficiencias dinámicas que surgen en sectores estratégicos como la inteligencia artificial, los semiconductores o la energía limpia donde la velocidad del progreso tecnológico exige marcos regulatorios más flexibles y prospectivos.

Una reforma responsable: flexibilidad, control y realismo

Apoyar una reforma de la política de competencia no implica caer en un laissez-faire permisivo ni en otorgar vía libre a monopolios disfrazados de empresas innovadoras. La experiencia demuestra que incluso los gigantes tecnológicos pueden aprovechar indebidamente su posición dominante, como ilustran los casos de Microsoft en 2004 o Google Shopping en 2017. Estos precedentes recuerdan que la modernización del marco regulatorio debe ir acompañada de salvaguardias que eviten abusos sin frenar la capacidad de innovar.

Por eso, la reforma debe venir acompañada de herramientas robustas y ágiles. Entre ellas, controles ex post más estrictos para fusiones en mercados dinámicos, revisiones periódicas de los compromisos asumidos por compañías que operan en sectores tecnológicos críticos y, cuando sea necesario, obligaciones de interoperabilidad o de acceso a datos para garantizar un terreno de juego equilibrado. A todo ello se suma la necesidad de mecanismos de intervención rápida, capaces de frenar abusos sin que las soluciones tarden años en llegar.

Conclusión: dejar de ser el árbitro perfecto para poder jugar

La política de competencia ha sido un pilar del proyecto europeo, garante de mercados abiertos y protección al consumidor. Pero fue diseñada para un mundo que ya no existe.

Hoy, la competencia se decide en la escala global, en la capacidad de innovar, en el acceso a datos y en el grado de autonomía estratégica que una economía es capaz de sostener frente a rivales que ya no compiten sólo en precios, sino en tecnología, velocidad y poder geoeconómico.

Reformarla no es traicionar sus principios, sino actualizarlos. Europa no puede limitarse a ser el árbitro inmaculado de la economía global si aspira a seguir siendo un jugador relevante. Como dirían Monti y Draghi —aunque en estilos distintos—, la UE debe elegir entre modernizar su política de competencia o seguir celebrando su pureza doctrinal mientras otros lideran la economía del futuro.

Porque, en última instancia, la eficiencia estática es un concepto estupendo… para un museo. No necesariamente para pilotar una economía del siglo XXI.

SOBRE LA FIRMA:

Carlos M. Ortiz Bru es exconsejero de Transportes y Telecomunicaciones en la Representación de España ante la Unión Europea y administrador civil del Estado.
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