El retroceso de Europa: de proyecto político con aspiraciones globales a actor subordinado y prescindible

El exconsejero en la Representación de España ante la UE reflexiona en Demócrata sobre el papel que juega el continente tras el pacto comercial alcanzado en verano entre la Comisión y el Gobierno de Estados Unidos. "¿Por qué, frente a la posición firme de otras naciones como Canadá, Méjico o Brasil, esta renuncia?", se cuestiona Ortiz Bru

El presidente de EEUU, Donald Trump, y la presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, durante el encuentro en Escocia en el que cerraron un acuerdo sobre aranceles.Fred Guerdin/EU Commission /dpa

Hace apenas dos décadas, Europa parecía estar en el umbral de convertirse en una auténtica potencia mundial. Tras la creación del euro y la ampliación de la Unión, la UE representaba entre el 20% y el 21% del PIB mundial, superaba a Estados Unidos en comercio exterior, acumulación de reservas y volumen de mercado interno, y contaba con una moneda con aspiraciones globales. Además, poseía una red diplomática sofisticada, estabilidad institucional y una base industrial líder en sectores estratégicos como farmacéutica, automoción, aviación y energías renovables.

En términos históricos, la posición de la UE a inicios del siglo XXI recordaba a la de Estados Unidos a comienzos del siglo XX: todo apuntaba a que podía convertirse en un actor autónomo, con voz propia en el tablero internacional. Sin embargo, apenas veinte años después, ese horizonte se ha evaporado.

En 2016, la Comisión Europea presentó su Estrategia Global, en la que definía por primera vez el concepto de «autonomía estratégica como “la capacidad de actuar y cooperar con socios internacionales y regionales siempre que sea posible, y al mismo tiempo operar de forma autónoma cuando y donde sea necesario”. Defender los intereses de la UE en un entorno geopolítico hostil y mitigar la dependencia respecto a cadenas de suministro extracomunitarias, fueron citados como ejemplos de una autonomía estratégica que ha pasado de ser un concepto a ser una capacidad.

Europa ha aceptado condiciones que suponen una cesión unilateral de poder

Esa imperiosa necesidad de actuar ante distintos retos comunes de la Unión ha contribuido a hablar incluso de “soberanía europea”. Se trataba de dotar a la UE de la capacidad para actuar con independencia cuando fuera necesario, sin romper con sus socios, pero sin depender de ellos.

Washington-Bruselas

Nueve años después, esa ambición ha quedado en papel mojado. El reciente acuerdo económico con un presidente neocesarista como Trump en Escocia, con una Ursula von der Leyen sumisa y complaciente a su lado, lo ilustra: bajo el pretexto de evitar una guerra comercial, Europa ha aceptado condiciones que suponen una cesión unilateral de poder,  abandonado toda aspiración de soberanía real.

El pacto incluye aranceles del 15% a productos europeos sin reciprocidad, la obligación de invertir 600.000 millones de dólares en EE. UU., y la compra forzada de gas y energía estadounidenses por 750.000 millones en tres años. El simbolismo pesa más que la viabilidad: la UE ni tiene capacidad legal para imponer esas compras a empresas privadas, ni la infraestructura para importar y regasificar tal volumen de gas.

La verdadera derrota no está en las cifras, sino en la rendición voluntaria

El acuerdo es técnicamente inviable, y políticamente devastador: muestra a una Europa complaciente y sin capacidad de negociación. Ni siquiera el acuerdo que Trump impuso a Japón fue tan exigente, y eso que Japón carece de autonomía energética, moneda global o industria de defensa propia. En comparación con el firmado con Reino Unido, la humillación europea es aún más evidente.

La paradoja es insostenible: la UE, con el doble de tamaño económico, más influencia regulatoria, mayor peso en la OMC y un liderazgo tecnológico nada despreciable, ha firmado un acuerdo incluso más desequilibrado. No porque no pudiera exigir mejores condiciones, sino porque no quiso. La verdadera derrota no está en las cifras, sino en la rendición voluntaria.

El resultado es demoledor: mientras Europa atraviesa una severa crisis industrial y necesita una inversión anual adicional de entre 750.000 y 800.000 millones de euros, según los Informes Letta y Draghi, decide canalizar su capital hacia la reindustrialización de EEUU. A la vez, se compromete -también por presión estadounidense- a incrementar el gasto en defensa al 5% del PIB.

La UE ni tiene capacidad legal para imponer esas compras a empresas privadas, ni la infraestructura para importar y regasificar tal volumen de gas

¿Qué margen fiscal queda para invertir en su propia transición energética, en innovación o en fortalecer su soberanía tecnológica?¿Cuál será el coste social y político de la irreversible disminución de los beneficios del Estado del Bienestar sobre el que se ha asentado el desarrollo de la idea política de Europa?

El acuerdo, presentado por Trump como una victoria geopolítica, lo es en todos los sentidos. Sin recurrir a sanciones ni a fuerza militar, ha logrado imponer condiciones que subordinan el aparato productivo europeo al interés estadounidense. Se trata de un pacto asimétrico que no solo conlleva implicaciones económicas, sino que también debilita la autonomía europea al intensificar su dependencia de Estados Unidos.

Las barreras arancelarias y las promesas de inversión masiva en EEUU incentivarán el traslado de industrias europeas, reorientando la producción hacia el mercado norteamericano sometiendo, en consecuencia, buena parte del sector productivo europeo a la esfera de influencia de Washington y debilitando cualquier estrategia de autonomía comercial hacia otras regiones como Asia o África.

Lo desconcertante es que Europa posee un poder estructural enorme sobre Estados Unidos, pero ha decidido no utilizarlo. Empresas como ASML y Zeiss controlan más del 90% del mercado global en litografía y óptica para chips, sin las cuales la industria de semiconductores de EE. UU. colapsaría. Más del 60% de los medicamentos de marca usados en territorio estadounidense se fabrican en Europa.

Airbus, Siemens, Alstom, Vestas o Maersk son imprescindibles para sectores clave de la economía norteamericana. Si a eso se añade el déficit comercial europeo en el campo de los servicios, en especial el tecnológico, y la capacidad europea de imponer gravámenes en ese campo, su poder de negociación no es irrelevante. El problema no está en la falta de poder, sino en la renuncia voluntaria a usarlo.

¿Por qué, frente a la posición firme de otras naciones como Canadá, Méjico o Brasil, esta renuncia? Existen, a mi juicio, tres razones fundamentales.

Las consecuencias de esta renuncia son múltiples y graves. En primer lugar, credibilidad perdida: Bruselas ha perdido toda legitimidad cuando habla de «autonomía estratégica». Ha deslegitimado su propio discurso de una Europa capaz de decidir por sí misma en materia de defensa, tecnología y energía al aceptar un pacto que contradice esa narrativa y revela su falta de coherencia. ¿Qué credibilidad le queda a la UE en futuras negociaciones sobre asuntos que afectan directamente a sus intereses vitales como Ucrania, el Oriente Próximo, el Mediterráneo o el Sahel? En segundo lugar, decepción global: países emergentes -desde India hasta América Latina- que esperaban que la UE actuara como tercer polo frente a EEUU y China observan con decepción cómo se pliega ante las exigencias de Washington. Incluso socios tradicionales como Japón o Canadá ven con escepticismo la pasividad europea, lo que debilita su voz en espacios como el G7.

En tercer lugar, refuerzo de rivales: actores como Rusia, China o Irán ven confirmada su narrativa de un Occidente es débil, inconsistente y en declive. Por último, y más paradójico aún, la demolición del multilateralismo: Europa, durante décadas campeona del multilateralismo, esté ahora contribuyendo activamente a su desmantelamiento. Sus últimos movimientos refuerzan los pactos por bloques y debilitan el sistema global basado en reglas. Esta deriva no ha sido impuesta desde fuera: es una decisión europea. Y una vez que se consolide, el retorno será muy difícil, si no imposible.

Los euroescépticos seguirán utilizando esta narrativa para reforzar su discurso a favor de una Europa menos integrada

Pero más sorprendente es que el precio a pagar es más político que económico. Las fuerzas políticas euroescépticas no han perdido la oportunidad de burlarse de este resultado, interpretándolo como una muestra más de la debilidad y la incoherencia de la Unión Europea, y presentándolo como lo contrario de la máxima según la cual la unión de los europeos hace su fuerza.

Según estas corrientes, la incapacidad de la UE para negociar en bloque y defender firmemente sus intereses revela una estructura frágil y expuesta a las presiones externas, especialmente de Estados Unidos. Además, señalan que el Reino Unido, tras el Brexit, ha logrado un acuerdo aparentemente más favorable, utilizándolo como prueba de que la desvinculación de Bruselas permite mayor soberanía y mejores resultados bilaterales. Los euroescépticos seguirán utilizando esta narrativa para reforzar su discurso a favor de una Europa menos integrada y más centrada en los intereses nacionales.

Trump no ha necesitado presionar demasiado. Solo tuvo que dejar que la UE se rindiera sola. El continente más rico y educado del planeta, con una sociedad avanzada y capacidades técnicas de primer orden, ha optado por no liderar. Ha decidido no jugar el juego del poder, y eso lo ha dejado fuera del tablero.

El resultado es una Europa estratégicamente irrelevante. No porque haya sido expulsada, sino porque ha elegido no participar. Así, la UE pone otra piedra en el derrumbe del orden multilateral que tanto predicó. Y el futuro -si no cambia el rumbo- se perfila cada vez más fuera de su control.

La pregunta es inevitable: ¿existe dentro de las instituciones europeas alguna conciencia crítica capaz de revertir esta deriva? ¿Podrá surgir una nueva visión política y nuevos liderazgos que desafíe el servilismo actual y plantee una verdadera refundación de la Unión? Hoy en día, la respuesta parece ser no. Europa sigue avanzando, con paso firme pero ciego, hacia la periferia del poder global y a su insignificancia.

SOBRE LA FIRMA 
Carlos M. Ortiz Bru es exconsejero de Transportes y Telecomunicaciones en la Representación de España ante la Unión Europea y administrador civil del Estado.
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