Soberanía digital a la europea: firme en los discursos, líquida en las negociaciones, gaseosa en los resultados

El exconsejero en la Representación de España ante la UE, Carlos M. Ortiz Bru reflexiona en Demócrata sobre las reformas en la normativa digital europea que exige Estados Unidos: "Ceder hoy significa consagrar un precedente devastador: que EE.UU puede vetar leyes europeas mediante amenazas arancelarias o tecnológicas"

En la vieja coreografía transatlántica, Estados Unidos y la Unión Europea bailan juntos con elegancia… hasta que, de pronto, uno pisa el pie del otro y el compás se rompe. El último tropiezo viene con música de acero y aluminio, pero la letra -siempre incomoda- la pone Silicon Valley. Washington, con su diplomacia de bulldozer y sonrisa de vendedor veterano, ha descubierto que los aranceles no solo sirven para proteger industrias, sino también para moldear el marco regulatorio del otro lado del Atlántico.

El 29 de julio de 2025, Bruselas y Washington presentaron un marco comercial provisional que prometía estabilidad. La presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, lo vendió como un acuerdo visionario; un “escenario de predictibilidad”. Pero en los silencios del comunicado -siempre dicen más los silencios- se escondía algo peor que cualquier arancel: la renuncia implícita de Europa a regular su propia esfera digital. Un triunfo pírrico que, con el tiempo, demuestra ser ni triunfo ni pírrico: solo renuncia.

La jugada ya no es sutil: la administración Trump exige que Europa “recalibre”-qué palabra tan quirúrgica- sus reglas digitales a cambio de rebajar la espada de Damocles arancelaria. Y la presión no es simbólica: ahora abarca la Ley de Mercados Digitales (DMA), la DSA, la Ley de IA y el recién nacido Ómnibus Digital, convertido súbitamente en un instrumento de negociación geopolítica. En otras palabras: cede o sufre.

Frente a este embate, una voz europea ha decidido no entonar el habitual mantra de “profunda preocupación” sino hablar claro: Teresa Ribera, comisaria española, vicepresidenta de la Comisión y guardiana de la competencia digital europea. Ella lo ha llamado por su nombre: “chantaje”. Sin comillas retóricas. Sin eufemismos. Sin barnices de cortesía diplomática. Vamos, al pan, pan y al vino, vino.

Cuando Washington convierte la regulación en rehén

El detonante visible fue la reciente visita a Bruselas del secretario de Comercio estadounidense, Howard Lutnick. Allí deslizó, con la suavidad de un cumplido que es en realidad un ultimátum, que la postura estadounidense en acero y aluminio “podría reconsiderarse” si Europa hacía lo mismo con sus normas digitales. La frase pasó por los oídos europeos con la misma armonía que un aviso de corte de luz: técnica, inevitable y profundamente molesta.

Pero esa frase era solo la superficie. Bajo ella se movía algo mucho más denso: el miedo europeo a provocar a Trump.

En las instituciones europeas ya se escuchaban susurros inquietantes: si Bruselas insistía en mantener su legislación digital tal como estaba, el presidente estadounidense podría cortar el intercambio de inteligencia, frenar el envío de armas a Ucrania -en pleno contexto bélico- o abrir una guerra comercial total. El pánico no era irracional. Y, ante semejante panorama, más de uno en Europa empezó a pensar que quizá era mejor plegar velas: no fuera a ser que, entre Trump y Rusia, el verdadero peligro acabara siendo… su propio reglamentismo.

Y ese miedo explica por qué, desde agosto, la Comisión colaboraba discretamente con Washington para “simplificar” varias piezas del marco digital europeo, incluida la Ley de IA. Una simplificación cuyos beneficiarios no eran los ciudadanos europeos, sino Apple, Meta, Google… y una Casa Blanca ansiosa por expandir su influencia regulatoria.

En ese contexto, la española Teresa Ribera -una excepción entre los perfiles habitualmente prudentes de la Comisión- se ha convertido en la única voz dispuesta a decir lo obvio sin rodeos. Para Ribera, aceptar las exigencias de Estados Unidos equivale a entregar la soberanía digital europea con una ligereza injustificable: sin pensar, sin negociar y sin valorar lo que se estaba cediendo. En resumen, es poner la soberanía digital sobre la mesa como si fuera un simple cupón de descuento.

Porque Washington no esconde su irritación. Considera que la DMA y la Ley de IA “discriminan” a Google, Meta, Amazon, Apple y compañía. Y ahora, aprovechando una coyuntura geopolítica favorable, quiere reescribir esas normas a golpe de amenaza.

Europa proclama soberanía… y al mismo tiempo la negocia

Mientras Ribera defendía la integridad del marco europeo con uñas, dientes y cita jurídica en mano, en Berlín se celebraba la gran “Cumbre de Soberanía Digital Europea”.
Macron proclamaba que Europa debía dejar de ser un “parque infantil para plataformas extranjeras”. Draghi llamaba a no caer en la decadencia digital. Thierry Breton pedía poner fin a la sumisión tecnológica. Un coro épico, sin duda.

Pero ese mismo día, Ursula von der Leyen presentaba el Ómnibus Digital, una propuesta que suaviza, diluye o retrasa piezas esenciales de la arquitectura regulatoria europea. Mientras algunos líderes hablaban de soberanía, la Comisión negociaba su precio.

Qué trae realmente el Ómnibus Digital… y por qué es música para Washington

Bajo la apariencia técnica de una simple “simplificación”, la propuesta plantea una serie de cambios significativos: sustituir los banners de cookies por señales automáticas del navegador; eximir a ciertos responsables del tratamiento de parte de sus obligaciones informativas cuando se presuma que el uso de datos “ya se entiende”; permitir que las empresas cobren o incluso rechacen solicitudes de acceso a datos si las consideran excesivas; elevar el umbral para notificar brechas de seguridad; facilitar el uso de datos sensibles en auditorías algorítmicas; conceder un año de periodo de gracia para el watermarking en sistemas de IA generativa; y fijar tarifas marginales, junto con pagos transfronterizos, para la reutilización de datos públicos.

La carga más explosiva, sin embargo, se encuentra en la propia Ley de IA. La propuesta introduce una prórroga de un año para las empresas que ya tienen modelos de IA generativa en el mercado, así como una extensión equivalente para los sistemas clasificados como de alto riesgo. Además, aplaza la aplicación de sanciones hasta agosto de 2027, lo que abre una ventana prolongada en la que tecnologías potencialmente dañinas podrían operar sin consecuencias reales.

A esto se suma una “simplificación” del cumplimiento normativo y la creación de una super oficina europea de IA que concentraría un poder regulatorio significativo, con el riesgo de diluir controles nacionales y generar vacíos de supervisión. Finalmente, se plantea una revisión de las obligaciones de transparencia, una modificación que, si se ejecuta sin cuidado, podría rebajar el nivel de información disponible para la ciudadanía y dificultar la identificación temprana de abusos o sesgos. En conjunto, estos cambios pueden ofrecer flexibilidad a la industria, pero también elevan de forma notable la exposición de las personas a sistemas poco auditados, menos responsables y potencialmente más opacos.

Todo ello presentado como un ejercicio de “ajuste técnico”. Coincidencia o no, es exactamente la lista de deseos que las Big Tech llevan años repitiendo en Washington y Bruselas.

Un retroceso técnico disfrazado de neutralidad política

La narrativa oficial dice que Europa necesita flexibilizar para “ganar competitividad” frente a EEUU y China. Que su marco digital era demasiado rígido. Que las empresas “no podían adaptarse” tan rápido. Pero, aunque puede que esa narrativa sea cierta, curiosamente nadie mencionó estos problemas durante la elaboración de las leyes. Nada cambió en la tecnología. Nada cambió en los riesgos. Nada cambió en las capacidades. Lo que sí cambió fue la presión geopolítica.

El comunicado posterior al acuerdo comercial dejó clara la renuncia europea a no regular aquello que Washington considera “obstáculo injustificado al comercio digital”. Y lo peor estaba por llegar: la Casa Blanca sugirió que insistir en la regulación podría llevar a sanciones personales contra funcionarios europeos y a restricciones en el acceso a chips de IA.

La Union Europea, que había presumido de liderar la regulación digital mundial, empezaba a comportarse como un continente acomplejado y temeroso de su propia sombra, incapaz de sostener su propio discurso y como una potencia que duda incluso de sí misma.

Teresa Ribera como excepción valiente

En medio de estas concesiones, Ribera aparece como una anomalía luminosa. Una figura capaz de decir lo que casi todos piensan pero pocos se atreven a pronunciar: la regulación europea no se escribe en la Casa Blanca ni en los despachos de Silicon Valley.

Con el aparente respaldo renovado del eje francoalemán, Draghi y Breton deberían- como reclaman numerosos expertos, entre los que destaca Emilio García en su acertado e incisivo artículo “Salvar la regulación digital europea: el desafío para evitar una crisis institucional”– dar un giro decidido hacia una agenda digital más sólida y coherente. Para empezar, la UE necesita culminar las investigaciones abiertas a las grandes tecnológicas bajo la DSA y la DMA para demostrar que su marco regulatorio no es un mero ejercicio declarativo, sino una estructura con capacidad realmente operativa y capaz de imponer sus normas.

En esta línea, la reciente multa de 120 millones de euros impuesta a X por prácticas engañosas evidencia la determinación europea de hacer cumplir la ley. La firmeza de responsables como Teresa Ribera refuerza este compromiso, mostrando que la aplicación de sanciones -también frente a Meta y pese a los improperios del inquilino de la casa Blanca y sus acólitos- no es simbólica, sino una señal clara de que las plataformas deberán ajustarse a las reglas del mercado europeo.

Paralelamente, Europa debería liderar la creación de una alianza internacional en defensa de una regulación tecnológica robusta, sumando a países como Canadá, Corea del Sur y otras democracias que comparten la preocupación por evitar que la arquitectura digital global quede en manos de modelos opacos, autoritarios o completamente desregulados.

El siguiente paso sería avanzar hacia una Ley de Redes Digitales ambiciosa y de largo alcance, que establezca obligaciones claras para que las grandes plataformas contribuyan financieramente al sostenimiento y modernización de las infraestructuras digitales europeas. Este tipo de reforma no solo fortalecería la soberanía tecnológica del continente, sino que también permitiría proteger de forma más eficaz el interés público en un ecosistema cada vez más dominado por actores privados con un peso estructural enorme.

En suma, si Europa quiere evitar una crisis institucional en el ámbito digital y mantener su capacidad para fijar estándares globales, necesita actuar con determinación y dejar claro que su marco normativo no es negociable.

El chantaje como síntoma de un conflicto mayor

Ribera tiene razón al llamar “chantaje” a lo que es chantaje. Y al recordar que la DMA, la DSA y la Ley de IA no se negocian al peso. Lo que está en juego no son tasas sobre acero. Ni exenciones fiscales. Ni cuotas agrícolas. Lo que está en juego es algo tan básico y profundo como esto: el derecho de Europa a legislar su propio siglo XXI.

Ceder hoy significa consagrar un precedente devastador: que EE UU puede vetar leyes europeas mediante amenazas arancelarias o tecnológicas. Un veto no formal, pero real. Un veto no escrito, pero eficaz. Y las Big Tech, campeonas de convertir rendijas regulatorias en autopistas, lo aprovecharán sin dudar. Esto no va de antiamericanismo. Ni de proteccionismo. Va de algo más simple y serio: autogobierno democrático.

Europa debe decidir si quiere ser arquitecta o espectadora; soberana o vasalla; reguladora o regulada. Porque la soberanía digital -como la virginidad- solo se pierde una vez. Y cuando se pierde, no vuelve.

SOBRE LA FIRMA:

Carlos M. Ortiz Bru es exconsejero de Transportes y Telecomunicaciones en la Representación de España ante la Unión Europea y administrador civil del Estado.

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