Censuras constructivas: una historia española de contrastes 

En los últimos años, mucho de lo escrito y publicado sobre las mociones de censura ha debido revisarse a la luz de los sorprendentes acontecimientos a los que hemos asistido en España

El Parlamentarismo se distingue, como forma de Gobierno, por no limitarse a constitucionalizar una democracia representativa a partir de la elección por sufragio universal de una Asamblea Legislativa, sino por hacer de ésta la base legitimadora de la formación y de la acción de Gobierno -mediante su investidura, que le otorga la confianza, cada vez más personalizada en la de su Primer Ministro o Presidente- y de su cesación o caída -mediante su censura-, momento a partir del cual se entiende extinta la confianza en que se basa la legitimación democrática de la dirección política que corresponde al Gobierno.  

Pensando en corregir la excesiva inestabilidad de las primeras etapas históricas del parlamentarismo -frecuentes ascensos y caídas de Ejecutivos efímeros-, el constitucionalismo de posguerra vio surgir en Alemania la modalidad constructiva de la censura –Konstruktive MisstrauensVotum (art.67 de la Ley Fundamental de Bonn de 1949, vigente hasta la fecha con sucesivas reformas)-, en que su votación se anuda a la investidura automática de un candidato alternativo a la jefatura de Gobierno.

De este modo, la moción de censura se solapa y superpone, en simultaneidad, al debate sobre los méritos de un oponente alternativo al liderazgo del Ejecutivo y, consiguientemente, de una mayoría alternativa a la que hasta entonces apoyaba la acción gubernamental, e incluso una dirección política alternativa o diferenciada de aquella. 

La Constitución Española de 1978, haciéndose eco de la preocupación constituyente por fortalecer el sistema de partidos e imprimir estabilidad a la arquitectura de la representación resultante de una democracia a estrenar, importó de la Constitución alemana la modalidad constructiva de la moción de censura residenciada en el Congreso, Cámara en que se concentra la legitimación del Gobierno (art. 113 CE, que exige al menos una décima parte del Congreso, 35 diputados, y exigiendo mayoría absoluta del Congreso para su aprobación, y art. 114 CE, que vincula su aprobación con el nombramiento del candidato como Presidente del Gobierno por el Rey).

Con posterioridad a la Constitución, el Congreso articuló con detalle los requisitos, procedimientos y garantías para su interposición, sustanciación, debate y votación en los arts.175 y ss. del Reglamento “definitivo” del Congreso de los Diputados de 1982 (tras una etapa embrionaria regida por un Reglamento “provisional” de 1977), que elevó hasta el paroxismo la caracterización “estructurada” (rígidamente reglada hasta en sus menores detalles) y “grupocrática” (encuadrando la acción del parlamentario individual en la estricta disciplina del Grupo en que se inscriba).

      Pero para comprender el alcance de una regulación, nada más útil que examinar su práctica, y sus contrastadas experiencias y lecciones. 

Un primer experimento auroral de la moción de censura constructiva -primero en nuestra democracia, contra el entonces Presidente Adolfo Suárez, de UCD, mayo de 1980 – tuvo lugar cuando el entonces líder de la oposición socialista Felipe González presentó, al frente de 35 diputados socialistas, su exposición directa y personal al fuego cruzado del Congreso como aspirante a la Presidencia del Gobierno. El indiscutible éxito de la apuesta fue corroborado por la aplastante victoria socialista de octubre de 1982, preludio de cuatro victorias consecutivas (1982, 1986, 1989 y 1993) y casi 14 años de Felipe en La Moncloa. 

Su primer contraste fue la desastrosamente fallida moción de censura interpuesta por Antonio Hernández Mancha, Presidente entonces de AP (antecedente del PP) contra la mayoría absoluta de González al frente del PSOE en 1987.  Su fracaso, estruendoso, aceleró el fin del fugaz liderazgo que ejerció de interregno breve entre el patrón Fraga y la era Aznar.

Cuando se repasa lo escrito y publicado entonces en los manuales y tratados de Derecho Constitucional, es llamativo comprobar cómo cristalizaron, partiendo de esas dos experiencias marcadamente contrapuestas, dos ideas que se entendían consolidadas y firmes. La primera de ellas, que la censura constructiva, como ocasión parlamentaria para la crítica a un Gobierno en ejercicio, partía de un defecto congénito: diluía irremisiblemente la exigencia de dación de cuentas del censurado en un examen implacable (y coral, o polifónico, con participación de todos los Grupos) del candidato alternativo, su biografía, sus méritos, incluso de sus “ambiciones” de presidir el Gobierno sin pasar antes por las urnas y obtener para ello el respaldo mayoritario.

La segunda idea, que la única funcionalidad de la modalidad constructiva de la censura era bregar en sus hechuras de aspirante a quien, en algún futuro, pensase efectivamente en la seria posibilidad de presidir el Gobierno, pero que, al mismo tiempo, representaba un ejercicio personalmente arriesgado: o bien fijabas la imagen presidenciable ante el público (la sociedad española) por tu solidez política y tu consistencia dialéctica, o bien la hundías para siempre e irremediablemente en caso de fracasar en el empeño. 

Tardaríamos muchos años en volver a asistir a algún intento. En el curso del tiempo, la descomposición factorial de la política española y del paisaje de su representación parlamentaria -uno de los subproductos de la gestión antisocial de la Gran Recesión (2008/2016) impuesta desde la UE, con su exasperación de todas las desigualdades y la ingente ola de cabreo de la que emergió una miríada de formulaciones populistas, retóricas antipolítica y extremas derechas reaccionarias- abriría paso en España a un nuevo ciclo de censuras que irían desde lo testimonial –Podemos, 2017, con Pablo Iglesias como alternativa a Rajoy- hasta lo esperpéntico –con Ramón Tamames, con las firmas de Vox, contra Pedro Sánchez, 2023-. Pasando, eso sí, sin embargo, por el insólito caso de una sola censura favorablemente votada -mayoría absoluta del Congreso- que hizo del candidato alternativo Presidente del Gobierno en una sola tacada: el caso de Pedro Sánchez (PSOE) contra Mariano Rajoy (PP) en 2018.

Es cierto que en la investidura -por vía de censura- de Sánchez confluyó una irrepetible sumatoria de concausas, en las que un amplio hartazgo -si es que no abierto resentimiento- contra el cruel ajuste de cuentas sobre el Estado social impuesto por los recortes del Gobierno del PP y la secuencia de causas judiciales (y condenas) contra su corrupción insondable armó, en un momento concreto, un cemento solidificante entre fuerzas con muy distintas prioridades y programas. Pero abrió un ciclo en que la censura operó, contra todo pronóstico, como el ábrete Sésamo de un tiempo minado de incertezas en que dejaron de regir categorías analíticas y políticas largamente arraigadas durante varias décadas de experiencia constitucional.

Desde entonces hemos visto dos censuras de Vox; la última rayana en sainete nimbada de patetismo. Seis en total, delineando una historia española de censuras constructivas marcada por los contrastes de sus experiencias prácticas. Llamativamente, sus dos éxitos contrastados (González, 1980; Sánchez, 2018) llevan sello socialista. Sus prácticas más denostadas, las de AP (genealogía de PP, Mancha 1987) y la de Vox/Tamames (2023). Cruzando el puente, la de Iglesias, 2017; y la de Abascal contra Sánchez, 2020.

Si durante mucho tiempo se estableció la idea de que la moción de censura constructiva, por exigir precisamente un quórum alto de firmas para su interposición (al menos la décima parte de los miembros del Congreso) y mayoría absoluta para su aprobación, aparecía constitucionalmente diseñada no tanto para cambiar Gobiernos cuanto para prefigurar y en su caso perfilar candidaturas viables a la jefatura del Gobierno en una ocasión electoral ulterior (como se confirmó con la primera ocasión, González 1980), lo cierto es que en los últimos años mucho de lo escrito y publicado durante largas décadas de doctrina constitucional y de análisis político ha debido revisarse a la luz de los acontecimientos y a menudo sorprendentes episodios carentes de precedentes a que hemos asistido en España.

No sólo porque, obviamente, hemos visto una censura que, tras conformar una mayoría absoluta que en otras circunstancias habría resultado improbable, abriría paso a un Gobierno alternativo y a un cambio de consecuencias políticas considerables (Sánchez, 2018), sino porque también hemos visto censuras que no aspiraban a liderazgo alternativo en la formación de otro Gobierno (Tamames, 2023), sino tan sólo a expresar, de la forma más estridente posible, una disrupción del ritmo político y parlamentario al servicio de las tácticas de algún Grupo que disponga de 35 firmas (Vox, por dos ocasiones). 

No es este, obviamente, el único campo en que han tenido lugar en España episodios constitucionales carentes de precedentes hasta no hace mucho tiempo, pero sí desde luego uno en que se pone de manifiesto que la sabiduría acumulada (conventional wisdom) debía ser revisada al filo de lo inesperado e incluso de lo inesperable.

SOBRE LA FIRMA 

Juan Fernando López Aguilar (Las Palmas de Gran Canaria, 1961), catedrático de Derecho Constitucional y Presidente de la Comisión de Libertades, Justicia e Interior del Parlamento Europeo.
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