La confrontación entre Estados Unidos y China ya no se limita al comercio ni a la tecnología: es una pugna estratégica entre dos modelos que compiten por moldear el siglo XXI. La decisión del presidente Trump de elevar los aranceles sobre productos chinos hasta un 145% —la cuarta subida en lo que va de año— marca un punto de no retorno. Y como en el weiqi (围棋), el antiguo juego chino de estrategia, lo que anda en juego no es una victoria rápida, sino el control del tablero a largo plazo.
En lugar de buscar un jaque mate inmediato, como haría un ajedrecista, Washington actúa como un jugador de weiqi decidido a cercar progresivamente a su oponente: impone aranceles a sectores clave, restringe el acceso a chips avanzados, presiona a aliados para que reduzcan la dependencia de China y reactiva pactos con docenas de países que habían quedado en suspenso. El objetivo no es solo frenar el ascenso chino, sino reconfigurar el sistema global de comercio e inversión.
La respuesta de Pekín sigue una lógica igualmente paciente y calculada. A las contramedidas económicas —aranceles del 84%, restricciones a DuPont y vetos en el sector cultural— se suman movimientos más sombríos: según revelaciones del gobierno estadounidense, altos funcionarios chinos habrían reconocido su implicación indirecta en los ciberataques a infraestructuras críticas en EE.UU., un aviso tácito de que la disuasión ahora también opera en el ciberespacio.
