Terminada la Semana Santa, el mundo despertó sin redención a la vista. Mientras en las iglesias se hablaba de paz, los tanques rusos seguían avanzando, los drones atravesaban Yemen y la política internacional se reactivaba con un tono de confrontación apenas contenido. Las treguas son teatrales; las guerras, reales.
Donald Trump ha dejado claro que su paciencia tiene fecha de caducidad. “O hay avances inmediatos en Ucrania, o nos retiramos de las negociaciones”, declaró el presidente desde el Despacho Oval. Su secretario de Estado, Marco Rubio, lo dijo sin rodeos: si en unos días no hay resultados, Estados Unidos pasará página. Mientras tanto, Moscú anunció una “tregua pascual” de 24 horas que ni su propia artillería respetó. Zelensky aceptó el gesto solo para exponer el cinismo de Putin, cuyo objetivo no era — ni es— la paz, sino una pausa que le permita ganar margen estratégico.
Entretanto, el comercio global se fragmenta. La nueva ola de aranceles impuesta por EE.UU. afecta al tomate mexicano, al automóvil europeo y a productos tecnológicos. Apple pierde terreno en China frente a Xiaomi; Ford suspende exportaciones. China contraataca elevando tarifas y facilitando tecnología satelital a los hutíes para atacar barcos occidentales en el Mar Rojo. El mundo avanza, sin quererlo, hacia una guerra fría de nueva generación: sin ideología, pero con herramientas híbridas y costes crecientes.
En el plano interno, EE.UU. vive una creciente polarización. La Casa Blanca lanza una ofensiva ideológica contra las universidades consideradas “liberales”, y el Supremo interviene para impedir deportaciones que violan garantías constitucionales. El enfrentamiento institucional forma parte del nuevo equilibrio: uno en el que el poder se ejerce sin pudor y se impone sin consenso.