Humor y política: ¿misión imposible?

Una clase política que dictamina contra el otro -ya sea ministro, diputado, periodista o cualquiera que cuestione sus proclamas- con el cuello tirante y la mandíbula entumecida

Llevamos años hablando de crispación. Una clase política que dictamina contra el otro -ya sea ministro, diputado, periodista o cualquiera que cuestione sus proclamas- con el cuello tirante y la mandíbula entumecida. Muchos argumentan que es el estrés el causante de tanta férula de descarga, pero también “la mala follá”, como dicen los granainos, provoca tensiones. Durante este tiempo han escaseado momentos donde el humor haya sido usado con ingenio; abundan palmadas para los nuestros, griterío y abucheos para el contrario. La tira cómica denostada, sin su valor caricaturesco y reflexivo. No estaría de más comprender que si se meten con uno con ironía y gusto, te ofrecen la oportunidad de entrar en el chiste con réplica y gracia. Y en el proceso, la piel se curte para distinguir entre lo ofensivo y lo burlesco.

No siempre ha sido así. Hay muchas anécdotas parlamentarias donde se demuestra que los ataques más mordaces arrancan risas y que las verdades mostradas con sarcasmo invitan a reírse de uno mismo, que es el modo más elevado de reconocer nuestros propios fallos. Es famosa la declaración de José Manuel García- Margallo cuando perdió en las primarias del PP al obtener 650 votos de un total de cerca de 58.000: “Quiero dar las gracias a los militantes que me han votado. Son tan pocos que podré hacerlo personalmente”. Parece sacado de un guion de los Hermanos Marx.

Hay muchas anécdotas parlamentarias donde se demuestra que los ataques más mordaces arrancan risas y que las verdades mostradas con sarcasmo invitan a reírse de uno mismo

Durante una sesión parlamentaria de la II República, el diputado Ángel Ossorio y Gallardo se quejaba de los males que sufría España. Finalizó su discurso con una frase con la que creyó conmover a los presentes “¿Y qué será de nuestros hijos?”. Una voz le respondió: “Al suyo lo hemos hecho subsecretario”. No sabemos si a Ossorio le haría gracia el comentario, lo que no hay duda es que sigue hoy levantando nuestras cejas al leerla.

También hay momentos en los que la risa puede jugar una mala pasada. Reuniones que exigen seriedad y en las que se introduce una chispa, un pensamiento o un duende travieso provocando carcajadas incontenibles que terminan en lágrimas, aleteo de hombros y sudores. En política son contadas las ocasiones en la que esto ha sucedido, pero ¡ay!, esos minutos valen oro.

Ocurrió en el año 94, en el parlamento andaluz, donde tras ocho horas de debate el cansancio provocó una confusión y de ahí: se obró el milagro. Una y otra vez, el presidente de la Cámara llamaba al orden, y cuánto más lo hacía, más reían los diputados. Una de las secuencias más desternillantes es aquella en la que Dña. Hortensia Gutiérrez del Álamo, consciente de que está sembrando el caos se tapa la cara, como si con ese escudo pusiera remedio al contagio. El presidente pregunta si se encuentra indispuesta y ella, con una respuesta que suena a desconsuelo gime -no, ya está, ya está-. Tuvieron que sustituirla y el siguiente, tampoco fue capaz de soportarlo. La risa se apoderó de la cámara y con un pleno a carcajadas se procedió a un descanso.

La noticia llegó a informativos de otros rincones del mundo y su eficacia se mantiene. No tienen más que buscar el video en internet para alegrarse un rato. Se nos olvida que es posible. Que algo que nos distingue por encima de cualquier especie se despierte en un debate político. Oímos el sonido de las hienas y lo llamamos risa. El humor no es derramar complejos sobre la carroña, ni aplaudir nuestros propios chistes; el humor aligera con sentido. Y hace partícipe. A veces de formas tan absurdas como equivocarse con un nombre o pegarse un traspiés bajando las escaleras.

La ofensa se ha apoderado de nuestra conciencia. Lo políticamente correcto situado en el centro. Aceptamos pulpo como animal de compañía, pero no hagamos bromas si vemos pasear al vecino con una pecera por el barrio. Qué lejos quedan los chistes sobre un cefalópodo y sus predicciones durante el mundial. Y, sin embargo, hacía tiempo que no teníamos una sociedad tan cómica. Ni tan susceptible.

La ofensa se ha apoderado de nuestra conciencia. Lo políticamente correcto situado en el centro

España ha sido un país bromista. Tuvimos poetas deslenguados, pintores que ocultaban en sus trazos una dosis de ironía. Berlanga y Azcona escribieron guiones sorteando la censura de una realidad dura, descarnada, que no por contener comicidad la volvía blanda. También hubo guiñoles en la televisión parodiando a personajes públicos, los políticos eran mayoría. El látex nunca fue tan expresivo e irreverente.

A veces uno se pregunta si resistiría la sátira. Verse convertido en un meme. Como en cualquier faceta de la vida, habría cosas que nos harían más o menos gracia, pero desde el momento en el que apostamos por la vida pública, debemos asumir que no siempre nos mirarán como deseamos. Todos somos en algún momento el emperador desnudo que cree ir con sus mejores galas. Una sociedad que ríe señala la verdad sin miedo. Un gobernante que lo reconoce termina relajando el ceño, asumiendo que no todo sale como un desea, que lo intenta, que pretende hacerlo mejor y que existe la posibilidad de que el de en frente haya acertado. El humor nos hace ser humildes que, como diría Chesterton “es ser grande haciéndose pequeño”. Una buena carcajada desparrama frescura: aire del bueno.

SOBRE LA FIRMA

Fátima Rivera de Alvarado es licenciada en Derecho. Master en Periodismo en El Mundo. Después de unos años trabajando en comunicación orientó su carrera hacia la docencia especializándose en Historia.
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