Las elecciones del pasado 23-J nos dejaron un escenario político difícilmente gestionable. No hubo un ganador, porque nadie podía arrogarse apoyos suficientes para lograr la investidura como presidente del Gobierno. Y no podemos olvidar que en una democracia parlamentaria como la nuestra sólo gana quien es capaz de conformar una mayoría estable que garantice la gobernabilidad del país. Repetir las elecciones no es más que la prueba de un fracaso político.
Este escenario complejo ponía en una posición en cierto modo delicada al rey, a quien corresponde proponer candidato a la investidura por mandato de la Constitución. Una de las pocas facultades que la Constitución atribuye al rey en la que una mayoría de la doctrina comparte que éste goza de una cierta discrecionalidad a la hora de decidir. Es decir, que no se trata de uno de esos actos debidos que el rey se limita a firmar.
Ahora bien, esa discrecionalidad regia se ve limitada en un doble orden. Por un lado, por los requisitos dados por la Constitución, con la exigencia de consultas y de refrendo. Y, por otro lado, por la instauración de unos usos o prácticas que han venido a neutralizar la intervención regia, ofreciendo así un proceso lo más previsible posible, incluso en escenarios complejos como el actual, tal y como ha advertido Ignacio Molina.
Este escenario complejo ponía en una posición en cierto modo delicada al rey, a quien corresponde proponer candidato a la investidura por mandato de la Constitución
En cuanto a las exigencias constitucionales, la audiencia previa de los grupos con representación parlamentaria es hasta cierto punto un formalismo que sirve para que el rey tenga información lo más precisa posible de todas las fuerzas políticas que van a tener voz y voto en la investidura.
Más relevante es la exigencia de refrendo, en este caso por la presidencia del Congreso. Se trata de una exigencia que deriva de un principio básico de toda Monarquía parlamentaria: un rey nunca puede actuar solo en democracia. Esto no quiere decir que todos sus actos tengan que ser debidos.
Como dijimos, en la propuesta de candidato el rey puede tener una cierta discrecionalidad y corresponde a él, y a ningún otro, realizar la propuesta. Pero para que ésta sea válida deberá contar con la contrafirma de quien sea el presidente o presidenta del Congreso.
Repetir las elecciones no es más que la prueba de un fracaso político
El refrendo se presenta así como un contrapeso institucional para salvaguardar la lógica democrática. No anula la voluntad del rey, pero sí que exige que haya una convergencia con la voluntad del refrendante, que podrá negarse a prestar su firma. Eso sí, esta oposición, a mi entender, solo estaría justificada si el rey se desviara del sentido constitucional del acto. Por ejemplo, si nombrara a un candidato que no contara a priori con apoyos parlamentarios.
En un contexto como el actual en el que se planteaban dos posibilidades (elegir a Feijóo, en tanto que tenía más apoyos iniciales, o designar a Sánchez, porque tiene más posibilidades de alcanzar la investidura), entiendo que cualquiera de las dos opciones habría sido aceptable constitucionalmente y la presidenta Armengol no podía haberse negado a refrendarla. Porque la propuesta corresponde al rey, oídas las fuerzas políticas y la presidencia del Congreso –cuyo criterio tiene que tener especialmente en cuenta–, sirviendo el refrendo, según lo dicho, como un control institucional de la legitimidad constitucional de la decisión regia.
Adicionalmente, como he señalado, a lo largo de las más de cuatro décadas que llevamos de experiencia democrática, nuestra Monarquía ha ido consolidando unos usos o convenciones con los que se ha conseguido preservar la posición del rey en el proceso de investidura. En primer lugar, los reyes, tanto Juan Carlos I como Felipe VI, han optado siempre por proponer candidato de forma inmediata tras la celebración de las consultas apenas se han constituido las nuevas Cortes.
La Constitución permitía que el rey hubiera jugado con los tiempos y que, si no hubiera un candidato claro, dilatara las consultas para dar tiempo a que los partidos hicieran sus deberes. Así lo propuso el PNV hace unos días. Hacerlo de forma inmediata, sin embargo, tiene la ventaja de evitar que el rey pueda entrar en ningún tipo de juegos, automatizando su decisión. Será luego quien ostente la presidencia del Congreso quien podrá dilatar la convocatoria del pleno de investidura para dar más o menos oportunidades de negociación, como hicieron Patxi López o Ana Pastor en 2016.
Además, en ese afán por no participar del juego político, ninguno de nuestros reyes ha querido recurrir a mediadores (informateur) que pudieran facilitar la formación de mayorías.
En tercer lugar, el comunicado emitido por la Casa Real el pasado martes para justificar la propuesta de Feijóo apela a que la práctica de proponer «al candidato del grupo político que ha obtenido el mayor número de escaños» se ha consolidado como una «costumbre» (entendida, según parece, como una convención o uso constitucional). Se impone la lógica de la lista más votada salvo que otro candidato hubiera presentado una «mayoría suficiente para la investidura».
Pues bien, conviene hacer alguna matización a este respecto. Por un lado, cuando el comunicado señala la XI Legislatura como una suerte de excepción a esta regla, no es del todo así. El rey Felipe ofreció a Rajoy ser el candidato y fue su rechazo el que forzó proponer entonces a Sánchez, que era el líder de la segunda fuerza política. Asimismo, las circunstancias que se han dado en las distintas investiduras han sido muy diferentes y para afirmar tal uso constitucional no se puede comparar cuando ha habido mayorías absolutas con situaciones fragmentadas como la actual. Pero, sobre todo, creo que el comunicado no acierta al señalar que se propone a Feijóo por ser el candidato del grupo con más escaños.
En mi opinión, lo determinante tendría que ser quien acude a las consultas con más apoyos garantizados. Si Vox no hubiera comunicado su apoyo al PP y Sumar hubiera garantizado el suyo al PSOE, a mi entender, el rey tendría que haber propuesto necesariamente a Sánchez al contar con más apoyos, aunque no fueran suficientes para lograr la investidura. Es decir, a mi juicio, el uso de proponer al candidato de la lista más votada tendría que decaer no sólo si hubiera otro candidato que presentara una mayoría suficiente para la investidura, sino que bastaría con que presentara más apoyos asegurados que el primero.
Incluso, cabe plantearse hasta qué punto tiene sentido acudir a una investidura que se sabe fallida, cuando el segundo candidato está dispuesto y tiene más opciones de alcanzar el nombramiento. Ante una situación como ésta, aunque no quepa reproche alguno a la propuesta de Feijóo, habría sido legítimo que el rey hubiera optado por pasar directamente al segundo (como sostuve aquí). Y, sobre todo, quizá Feijóo podría haber declinado, sin que ello fuera un desdén como el de Rajoy en 2016.
Habría, por último, un cuarto uso que en estos últimos tiempos de investiduras turbulentas el Rey Felipe ha venido manteniendo: tras una investidura fallida, el rey deja correr el tiempo y celebra una última ronda de consultas justo antes de que expire el plazo fatal de los dos meses para la repetición electoral, proponiendo candidato si lo hubiere (Rajoy en octubre de 2016, también in extremis) o, si constata que no hay mayorías (abril de 2016 y septiembre de 2019), no realiza propuesta y se procede a la disolución automática de las Cortes.
Pues bien, también aquí convendría matizar lo que dice el comunicado de la Casa Real que, como hace la Constitución, utiliza una fórmula que denota imperatividad para enfatizar que el rey «tramitará sucesivas propuestas» tras la primera investidura fallida. Hasta el momento veníamos entendiendo, como he dicho, que solo hay sucesivas propuestas si un candidato presenta los apoyos necesarios ya atados. Por tanto, si el rey se atiene a los usos previos, en el caso de que, como es previsible, no prospere la investidura de Feijóo, solo propondrá a Sánchez si le presenta todos los apoyos, incluidos los de Junts.
Se observa así cómo disponer de una Monarquía parlamentaria como la nuestra ofrece una indudable ventaja en términos de salvaguardar un proceso de investidura en el que el único factor relevante son las negociaciones entre los partidos, sin ningún tutelaje externo por la jefatura del Estado, como sí ocurre en otras Repúblicas parlamentarias (singularmente en Italia). Disfrutamos así de un rey plenamente parlamentario, que es tanto como decir absolutamente democrático.
SOBRE LA FIRMA Germán M. Teruel Lozano es profesor titular en Derecho Constitucional en la Universidad de Murcia. Es doctor en Derecho por la Universidades de Bolonia y por la Universidad de Murcia.