¿Estamos preparados para estos nuevos desafíos? Y si no lo estamos… ¿lo estamos para un proceso de involución que afecta a la base de la legitimación democrática?
¿Qué debemos defender por encima de todo? ¿Qué valores, qué discursos, qué significados? ¿Qué instituciones? Vemos como incluso en los sistemas más presidencialistas, los parlamentos constituyen el más importante pilar democrático, el eje fundamental de legitimación del sistema, el símbolo de nuestras democracias, desde donde se puede rastrear toda la legitimidad democrática mientras la corrupción, el descontrol sobre los resultados electorales, la desafección y el agotamiento de ciertas estructuras institucionales atacan todo el sistema.
La representación, la legitima representación política, la confianza en la democracia representativa, sin embargo, al menos tal y como está estructurada hoy en día ─como fundamento del poder legislativo, dueña del presupuesto, control del poder y creadora del marco legislativo de la convivencia estable─ no posee la flexibilidad ni la efectividad necesarias para atender adecuadamente las nuevas demandas sociales.
Tal vez esto se debe a que está basada en un concepto que ya se encuentra desfasado. Hasta mediados del siglo XX, el principal actor político en las democracias era el denominado “pueblo soberano”. Este pueblo tenía un papel democrático que se limitaba prácticamente a ejercer su derecho al voto en elecciones periódicas, un acto que otorgaba legitimidad a casi cualquier acción política de los gobiernos y parlamentos durante el tiempo siguiente. La representación exigía confianza. Pero desconfiaba profundamente de quién se la otorgaba.
Un claro ejemplo de la limitada capacidad de respuesta de este modelo de democracia representativa lo podemos observar en la Constitución española de 1978. Aunque el texto fue aprobado por referéndum, a partir de ese momento, la ciudadanía perdió toda posibilidad de iniciar un proceso de reforma constitucional. La democracia representativa establecida por la Constitución de 1978 eliminó la figura del “constituyente” primario, ese pueblo vivo, dinámico y legítimo que debería tener la facultad de intervenir directamente en los procesos políticos. Actualmente, la iniciativa para reformar la Constitución está reservada exclusivamente al Gobierno, a las Cámaras de las Cortes y, con restricciones, a las Asambleas de las comunidades autónomas, excluyendo totalmente la posibilidad de que la ciudadanía presente propuestas legislativas populares en este ámbito.
En España ─ y en general, en nuestro entorno ─ no se ha querido poner en funcionamiento mecanismos que permitan una auténtica democracia participativa, cuando las tecnologías apuntan a mecanismos novedosos, revulsivas herramientas de participación… las estructuras institucionales no son capaces de reconocer estos avances y el sentido democratizador de estos procesos, estas permanecen finitas, rígidas, lentas, lo que sin duda las convierte en instancias lejanas y no reconocidas… ajenas a las personas que representan. ¿Cuántas iniciativas legislativas populares se han podido tramitar? El resultado es sonrojante.
Deberíamos comprender que los procesos democráticos son dinámicos, son estructuras cambiantes, la historia no crece linealmente, se entrecruzan crisis, guerras, involuciones, nuevas tecnologías, y no podemos asumir esos cambios con premisas estáticas. Nuestra obligación es reflexionar, hacernos las preguntas oportunas que permitan mantener los estándares más altos de democracia.
Lo que no pasa dentro de las instituciones, lo que no tiene reflejo en ellas, lo que se niega, lo que se reprime, lo que se oculta, nos deslegitima a los ojos de quien se ve privado de ese acceso, de esa voz que se alza en el parlamento en condiciones de autentica representatividad. Si las instituciones no son capaces de cumplir su función, la pluralidad de trasladar ese debate, estaremos perdiendo la oportunidad de construir sociedades justas, orgullosas y soberanas desde la única instancia que puede hacerlo: la democracia. Necesitamos de forma urgente restablecer un ámbito y una cultura de discusión ordenada y argumental, que representa en su confrontación la unidad de una comunidad política, de devolver la mirada de la ciudadanía empoderada a sus propios órganos de representación.
Necesitamos entender a la comunidad política y al propio parlamento, a las instituciones en general, como un reflejo representativo de la conversación social, algo que pudiéramos definir como el conjunto de personas que hablan entre sí sobre lo que es mejor para todas y todos.
No por casualidad el parlamentarismo es un invento antiguo, una institución que en sus diversas formas se hunde en la noche de los tiempos. Pero que ha conservado siempre el carácter de representación, de pluralidad y de interlocución con el poder.
Las cámaras de representación, debate y legislación no pueden ser reducidos a instrumentos decorativos pero tampoco convertirse en un poder dotado de sentido sólo en su enfrentamiento con el ejecutivo. Los parlamentos no existen sin interlocución con el poder, pero son otra cosa que el poder. Un contrapoder dentro del propio sistema de poder. Un lugar desde donde la pluralidad reclama ser escuchada, reclama ─y esto no es casualidad─ aprobar los gastos que el poder hace con el dinero de los impuestos, por muy impuestos que estos son y deban ser, que reclama independencia, autonomía, respeto… Pero también coherencia, compromiso y competencia. Pero si me permiten, también algo que entiendo fundamental: responsabilidad.
No por casualidad las dictaduras empiezan siempre disolviendo o controlando parlamentos… y creando luego marionetas de solemne vacuidad. Donde los Congresos pierden su función primordial de representación activa, la democracia languidece o muere.
De alguna forma, que los parlamentos fueran el punto de mira de las crisis políticas de hace un siglo, es algo que se comprende mejor desde el punto de vista de este carácter esencialmente plural y legitimador de sus integrantes y que bien nos puede hacer entender lo que puede estar ocurriendo en estos momentos.
En Europa nos gusta tratar nuestro pasado totalitario y bárbaro como si fuera algo que nada tiene que ver con nosotros mismos. Y es razonable. Como es razonable pensar que fue la conquista por parte de los trabajadores europeos del sufragio universal, y su acceso a los parlamentos, lo que desencadenó de pronto una enorme corriente de irresponsable simpatía, pasiva o activa, por parte de los dueños de las instituciones hacia aquellos pequeños grupos que precisamente clamaban contra la democracia, contra el parlamentarismo y contra la representación.
Todas y todos sabemos que la quema del Reichstag alemán permitió al partido nazi acabar con las libertades, encarcelar a sus adversarios políticos y crear un estado totalitario. Pero hemos olvidado cuántos silencios, cuántas complicidades, cuántas subvenciones, cuántas obras eruditas, académicas, jurídicas, cuánto sabotaje económico, cuánta violencia y cuántos altavoces prestados fueron necesarios para proclamar la destrucción de las democracias europeas, una detrás de otra.
La Segunda Guerra Mundial no terminó, sin embargo, como habían terminado las decenas de guerras que habían asolado Europa, generación tras generación, desde que la Revolución Francesa decidiera establecer la igualdad de estado civil, aunque fuera restringiendo a la postre el concepto de ciudadanía a varones y propietarios.
Cada mes de mayo se celebra en Europa el aniversario de la declaración Schuman, un ministro francés de origen germano, que fue alemán durante la primera guerra y francés tras la segunda: la histórica Declaración de Schuman de mayo de 1950, que condujo a la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero, precursora de la UE. Schuman propuso lo impensable tras la derrota alemana: compartir los suministros bélicos con el enemigo vencido (las armas, el carbón, el acero, los ejércitos, la energía nuclear…) creando nuevas instituciones que construyeran una paz duradera.
El primer presidente de esa institución, germen de la Unión Europea, Jean Monnet, un banquero de inversiones que, persuadido tras la guerra de la necesidad del papel de los Estados, creó una planificación económica para el desarrollo social de los países, lo expuso con claridad:
“No habrá paz en Europa si los Estados se reconstruyen sobre una base de soberanía nacional”.
Es un frase determinante hoy en día, con tantos partidos en Europa y en el mundo presentándose a las elecciones diciendo exactamente lo contrario: que hay que reconstruir un orden mundial basado en los Estados soberanos.
En realidad, el modelo de Estado, esos Estados europeos, esas instituciones nacidas de la pluralidad y de la resistencia contra el poder absoluto que empezaron a gestarse hace un milenio, esas instituciones pervertidas primero por el imperialismo, luego por el nacionalismo y, finalmente, por el belicismo, fueron capaces de intentar convertirse ─bien es verdad que ante el fracaso moral de los totalitarismo y el miedo cerval a la revolución obrerista─ en un ejemplo de libertades, transparencia, derechos humanos, imperio de la ley y representación de todos los sectores sociales para crear una democracia donde el Estado de bienestar devolviera la dignidad a todos y todas, donde las personas tuvieran iguales derechos independientemente de su origen social.
Quizá aún no sea posible aún hacer un recuento completo de las promesas cumplidas y las incumplidas, las realidades alcanzadas, las trampas que han atravesado estas décadas y los espacios oscuros de tensión, la incapacidad de los pueblos europeos de enarbolar la bandera frente a su ominosa defensa fronteriza con el Sur y su impotencia frente a la denuncia del genocidio de Gaza, pero los datos sobre los niveles de igualdad social que se lograron en Europa son innegables y, de hecho, únicos en toda la historia de la humanidad y, además, en términos de libertad, Europa fue siempre para los demócratas españoles ─los que tuvieron que esperar varias décadas para volver a ver la luz de la democracia─ una referencia de consenso sobre lo que esta significaba, un punto de partida para reconstruir la libertad.
En estos tiempos de crisis económicas, políticas, sanitarias, ecológicas, tecnológicas, en estos tiempos de preocupación, las instituciones europeas brillan aún, pero a través de nubarrones cada vez menos pasajeros, algunos de hecho bien oscuros y persistentes. Crecen las voces que vuelven a defender, contra lo que decía Monnet, la reconstrucción de los Estados “sobre una base de soberanía nacional”.
La diferencia, sin embargo, es que esta vez la confrontación ─siempre larvada desde antes de la revolución francesa sobre el derecho a decidir en nombre de los demás─ solo precisa para los enemigos de la democracia de un extenso terreno roturado por la indiferencia de una opinión pública aturdida. Sin referentes, sin testigos valientes que pudieran señalar abiertamente la infamia de muchos.
Un escenario geopolítico barrido por la indecencia, la indignidad, la guerra, la quiebra del derecho internacional y, ante la terrible visión de que los derechos humanos son transnacionales. De que su reconocimiento y ejercicio solo es efectivo dependiendo de factores que tienen que ver con la naturaleza del bolsillo económico de quien los defiende.
SOBRE LA FIRMA:
Gloria Elizo Serrano (Madrid, 1966) es abogada, ha sido diputada y vicepresidenta de la Mesa del Congreso, vinculada a la búsqueda de herramientas de consolidación democrática. Ahora directora del Instituto Clara Campoamor para el fortalecimiento de la Democracia.










