¿Qué ha perdido la política como debate sobre el futuro común para no interesar a nadie más que a quien rechaza ese debate?
¿En qué lugar hemos perdido la conexión con una ciudadanía que acepta sin pasión, pero tampoco sin rechazo, el plato de odio que le sirven los grupos enfrentados en su mutua funcionalidad polarizadora?
«No me da miedo el mal de los malvados ─decía Martin Luther King─ lo que me estremece es la indiferencia de las buenas personas».
Vivimos en un orden mundial que opera bajo los mismos parámetros de gran mercado mundial desde la Segunda Guerra Mundial, la única diferencia es que ahora no es un Estado quien encabeza esta pugna mundial, son personas que sin ningún tipo de legitimación, a veces sin rostro público, otros desde la máscara del espectáculo, poderosos y desconocidos que se permiten sin ningún pudor los mismo niveles de crueldad imperialista de cualquier imperio colonial. Sin contrapesos democráticos, sin referentes éticos y sin una fuerza organizada y real que les presente batalla. El colonialismo fue siempre una forma de totalitarismo. Totalitarismo financiero, mercantil y discriminatorio de la humanidad, siempre bajo la bandera de una idea propia de “civilización” superior. Y ese colonialismo ─no lo olvidemos─ siempre fue la otra cara de la civilización, el derecho, la cultura y el progreso de la civilización occidental.
Liberalismo, control del poder, justicia formal y material, igualdad de oportunidades, igualdad de estado, participación, democracia social, libertades, derechos… La derrota histórica del pensamiento socialista no solo permitió a gran parte de Europa abandonar estructuras de control estatal que cualquier fascista hubiera admirado, también ha hecho posible la pérdida de identidad para las ideas de progreso mundial, extraviadas, sin horizontes y acomplejadas por la estigmatización de la política como herramienta de acción democrática, en el sentido de búsqueda del bien común.
El “todos son iguales”. Sin bandera ni objetivo, sin refugio cultural, sin identidad, marcados por las consecuencias de un proceso de acomodación a las estructuras de poder. Fuertemente acomplejados por esa llamada “guerra cultural” que identifica como ideología al adversario y como cultura su intolerancia, que ha aprovechado todas las grietas del sistema pero también nuestros propios fracasos, debilidades y ambiciones vacías para imponer a veces a penas una gran rebaja fiscal que lanza ese vicioso círculo de desatención pública y democracia vacía de contenido material.
Nuestras democracias no languidecen por el autoritarismo, ni siquiera por la corrupción o la ineptitud, sino, fundamentalmente, por la indiferencia de una mayoría persuadida de que la democracia es solo un espectáculo de poder donde no se dirime nada más que los intereses propios de una élite, donde no se decide nada que tenga importancia en su vida, la de la gente corriente con sus propios problemas, sus propias preocupaciones que no parecen importar.
La desafección política, los discursos que atentan contra las instituciones democráticas, pretenden la desmovilización, que son dos caras de la misma moneda: la deslegitimación, la falta de legitimidad de la representación democrática. El círculo vicioso que introduce poco a poco grietas en el sistema.
Los edificios políticos que construimos con normas, hábitos y cultura son como los que se levantan con hormigón, vigas y muros. Antes de derribarse avisan y solo se caen definitivamente cuando hemos ignorado muchos de esos avisos. Y es un error seguir pensando la democracia como el derecho decimonónico, monolítico y consolidado en sus textos constitucionales, y no como un proceso vivo, abierto y necesariamente permeable a las nuevas generaciones que demandan otras estructuras y otra representatividad.
Es cierto que no podemos hacer una lectura monocolor del estado de la institucionalidad democrática, ni de las propias normas que configuran su estructura, ni de su propia capacidad de representación. La realidad es sumamente compleja y diversa… Además, el trabajo desarrollado en los parlamentos y congresos, por los diputados, letrados y funcionarios de todo tipo ha sido producto muchas veces del compromiso con el parlamentarismo, en condiciones algunas veces muy duras, con un honesto interés. Pero hay sin duda cuestiones que deben ser modificadas, incorporadas y revisadas.
Por tanto, y siguiendo con el ejemplo parlamentario, es imprescindible repensar y adecuar el cuerpo legislativo, lo que llamamos bloque de constitucionalidad ─todo aquello que influye y está irremediablemente influido por la forma política del Estado─ pero también sobre el momento y la evolución política, su salud democrática y por la cultura democrática en general.
El régimen constitucional no es una forma exclusivamente diseñada por un texto constitucional o por un reglamento donde los actores políticos se limitan a actuar conforme a criterios jurídicos: existe un marco político de interpretación legal completado por principios, actitudes y convicciones políticas y democráticas que deben reacomodar la función de la legislación al momento de su aplicación.
La particularidad del momento histórico, el contexto político, la realidad democrática, es determinante en su aplicación. Toda la doctrina de interpretación del derecho asume y reconoce la necesidad de la evolución normalizada de cualquier norma como norma viva, adaptando su aplicación al momento… contextualizada, como exige la doctrina general de interpretación del Derecho. Superando, por ejemplo, los usos y costumbres parlamentarios como fuente rígida de interpretación, que algunas veces reproducen aspectos superados en términos históricos o políticos o simplemente ajenos a la realidad social, como el propio régimen electoral en España. Pero creo que también a nivel global es necesario reacomodar esas realidades objetivas a una nueva legislación que nos permita reconocer y reparar las grietas del sistema, como las que he explicado anteriormente, pero también el propio devenir del progreso social y tecnológico.
Por eso son un acierto enorme ─y del que otros países tenemos que aprender─ instrumentos tan pertinentes como las Evaluaciones Legislativas o las Comisiones de Futuro que existen en numerosos países, como por ejemplo la de Uruguay, donde precisamente se repiensa y reactualiza el marco normativo con una mirada competente y rigurosa sobre las nuevas herramientas tecnológicas y los nuevos tiempos del siglo XXI, o los sistemas que combinan representación y democracia directa como en Suiza, haciendo responsable a la ciudadanía de las pequeñas cosas que configuran la forma de entender la democracia.
Disponer y desarrollar instrumentos que nos permitan de alguna forma contribuir a la construcción de un marco más actual de desarrollo democrático, pero también, sin ninguna duda, al fortalecimiento de la institución básica del Estado de Derecho, de los congresos y de los sistemas parlamentarios, donde la palabra sustituye a la competición y la victoria no es un espectáculo sino el arte de convencer.
Debemos partir de la satisfacción de contar aún con instrumentos capaces con los que avanzar en términos de democracia y de potenciación del parlamentarismo. Y puede que no siempre ni en todas partes funcionen. Pero qué duda cabe que reformarlos es mucho más sencillo que reabrirlos una vez que alguien consigue cerrarlos. Y que se trata, como casi siempre, de voluntad, de voluntad política.
Partiendo de todas estas premisas, de nuestra capacidad de análisis crítico de las intenciones políticas en juego y, muy importante, de la experiencia histórica de la humanidad en su conjunto─ es necesario citarnos cuanto antes una discusión teórica entre quienes privilegiamos el futuro de una humanidad múltiple, diversa, libre y decente al próximo reparto de beneficios: debemos dotarnos de una convicción plena y filosóficamente democrática de protección institucional de los instrumentos democráticos en general y del parlamentarismo en particular. Constatar que siempre ha habido poder político que ejecutara su arbitrio a partir de su fuerza, y hasta que siempre ha habido figuras de decisión inter-partes para resolver conflictos dotados de mejores o peores herramientas de seguridad jurídica. Pero los parlamentos, siendo tan antiguos como la más antigua estructura de poder, siempre han sido molestos y, por lo tanto, infrecuentes.
Nos debemos, así, en general, un análisis teórico que nos permita analizar qué ha pasado con los procesos y con la representación democrática, con las garantías y la institucionalidad como valores presentes en el sistema democrático y por su influencia específica especialmente reflexionar sobre el sistema de partidos, la representación, los procesos electorales, las nuevas tecnologías y el tratamiento de la información, la participación ciudadana, esa participación que debe ser articulada con medidas de presencia activa en los asuntos públicos, instrumentos que permitan, a su vez, una mayor cultura política y democrática y una participación activa, la posición del parlamento dentro del propio juego democrático: la relación del legislativo con el poder ejecutivo y, por ello, la reconfiguración crítica de la división de poderes, la interrelación entre poderes ejecutivo-judicial, hasta de la independencia de la democracia frente al poder judicial y la utilización espuria de procedimientos judiciales como elementos de pugna política, de la designación de la jerarquía del propio poder judicial como método para forzar la actuación política de los jueces, pero también de los reglamentos que permiten monopolizar el control del poder legislativo por parte del partido mayoritario ─que suele ser el partido de gobierno─ de manera que la actividad legislativa y de control se ve fuertemente limitada por los intereses del Ejecutivo, y hasta de la propia autonomía del parlamentario, sujeto las más de las veces al control de la dirección de su grupo más que a la rendición de cuentas de su electorado.
Los partidos políticos son desde luego un elemento legitimador del Estado de Derecho y elementos básicos para el soporte y garantía del ejercicio de los derechos fundamentales de participación política. Pero su papel no justifica que sus grupos parlamentarios ─precursores en realidad de los propios partidos─ se hayan ido convirtiendo en interruptores burocráticos del papel de la democracia, la disciplina de voto entendida no como la fortaleza de la colectividad sino como el control político de las direcciones, y la no rendición de cuentas al electorado que representan, elementos que públicamente han supuesto una pérdida ineludible de institucionalidad y democracia en el sistema parlamentario, y del propio mandato de representación del diputado o diputada.
Los partidos políticos, fundamento de la participación colectiva, no pueden acabar convertidos en marcas huecas que solo esconden los instrumentos de preservación del poder de sus propias élites. Porque si alguien quiere pensar que el mesianismo personalista de aquellos grandes líderes de hace un siglo ─el mismo que se reproduce en nuestros días y que está convirtiendo en presidencialistas todos los sistemas parlamentarios─ va a liberar de su presión a los representantes legislativos, esta tan equivocado ahora como lo estuvieron antes los que vieron arrasar una tras otra las democracias mundiales.
Otra cuestión a discutir en este sentido, que ya hemos apuntado ─y de la que desde luego hay diferentes perspectivas y enfoques dependiendo del país─ es la artificiosa y anacrónica limitación de las fórmulas de participación ciudadana, que prácticamente se circunscriben a la posibilidad de voto y se vehicula exclusivamente a través de los liderazgos polarizados de los partidos políticos como único canal de intervención o acceso a la representación política, lo que también es un elemento importante para la desafección política: la falta de representatividad y de identificación política real.
Ello nos obliga a subrayar de nuevo también la importancia de una opinión pública informada: toda tensión democrática parte de una sociedad atenta y vigilante, formada, instruida, exigente y participativa, la participación permanente de la ciudadanía que ahora es mucho más que posible.
Existen fórmulas con los nuevos avances tecnológicos que pueden permitirnos articular diferentes medidas concretas, como las de refrendo y participación, y, sobre todo, entender también qué ha pasado con los sistemas electorales, cómo se articulan las campañas electorales, tener en cuenta por ejemplo, no sólo los avances en comunicación y redes sociales, sino también la segmentación de las campañas, el uso de los datos para cambiar las expectativas, manejar la movilización o simplemente decir una cosa y la contraria a cada público favorable. Porque debemos condenar a los ladrones, no a las palancas. Y hay que reconocer que las campañas clásicas son otra asincronía en la sociedad del siglo XXI y, al margen de su capacidad de articular la representación política, deben ser, además, un buen instrumento para la representación pública, creíbles y próximas a la sociedad.
Por último, y quizá más importante como base de toda esta reflexión, considero que no atender en estos momentos de crisis globales a la necesidad de avances en derechos sociales como elemento legitimador y democrático es un auténtico grave y determinante problema. La lejanía y la escasa virtualidad de la acción política con una nueva ola mundial de precarización, olas migratorias, calentamiento global y crisis medioambientales, la reconfiguración de los sistemas económicos y las estructuras de producción financiera cada vez más irreal y ajena a cualquier idea de redistribución y justicia social. El beneficio de unos pocos en la lógica de un mercado del siglo XXI cerrado como jamás lo fue en la historia capitalista. Los oligarcas, los tecnofeudalistas, la expansiva involución arancelaria de Trump y la importancia en el nuevo escenario mundial de los dueños de las cadenas mundiales de financiación, suministro, transporte y medios de comunicación.
Ya desde los primeros análisis del origen de las grandes guerra ─desde Keynes hasta Roosevelt─, se puso de manifiesto el papel de la precariedad, la miseria, la injusticia social y el nacionalismo económico en las alineaciones bélicas. ¿Quién recuerda hoy cómo el tratado de Versalles que puso fin en 1920 a la Gran guerra ya establecía entre sus conclusiones la necesidad de dejar de considerar el trabajo humano como una mercancía? Pero, al mismo tiempo, también el gran poder financiero global tuvo ya claro desde un primer momento que si no querían asumir determinadas acciones políticas producto de la democratización de los pueblos, debían llegar al convencimiento de que ellos debían hacerse, directamente y seleccionando los intermediarios, las políticas que pudieran favorecerles. Quizá esta tensión, que dibuja y desdibuja el escenario democrático, acabaría cerrando su principal etapa con la sentencia Citizens United de 2010 que terminaba con la prohibición de limitar las donaciones políticas de empresas y sindicatos a las campañas electorales en EEUU.
Ya mucho antes, la entrada en campaña, sin pudor, del poder financiero era una realidad ya evidente, con mucha más presencia en los procesos electorales que en los propios golpes de Estado que jalonaron la configuración geopolítica de la guerra fría. Y, sobre todo, estableciendo el mensaje de que se utilizarán todos los medios precisos para la desestabilización política y la intervención electoral allá donde sea necesario. Incluida la guerra. En aquella primera campaña electoral de Trump frente a Clinton se inscribió un nuevo orden político no solo en EEUU, también en la configuración antidemocrática de muchos lideres mundiales, organizando la propuesta de una alianza internacional consciente de sus intereses y de sus propias demandas: las demandas de un nuevo orden fuertemente ideologizado y comprometido con sus intereses financieros.
El reto sin duda es crear espacios políticos que permiten acoger todas esas pulsiones de resentimiento, miedo, identidad y de reivindicación social con estándares éticos.
Hay un correlato entre democracia y derechos sociales, como lo hay sin duda entre autoritarismo y élites económicas. En los siglos XIX y XX el avance democrático en derechos políticos fue siempre de la mano de avances determinantes en derechos sociales. La conclusión es que si queremos consolidar nuestras democracias debemos abandonar la precariedad instalada en nuestras sociedades, los derechos de segunda generación deben ser una realidad: la efectiva libertad de oportunidades, la renta mínima universal, la vivienda, la dignidad material, el trabajo como derecho a la realización personal, la libertad como algo más allá de una mera ausencia de violencia física, la salud en una concepción más amplia que la de la ausencia de enfermedad, la educación no solo como mera formación profesional, la ciudadanía crítica y responsable como principio rector.
En definitiva, articular, rearmar la relación de la ciudadanía con las instituciones democráticas, y hacerlo honestamente con una visión no partidista. Rearmar el reconocimiento institucional, dotarnos de herramientas de protección democrática, potenciar la fuente primaria de los derechos democráticos con una sociedad informada y crítica y, desde luego, pensar en cómo el sistema parlamentario debe ser protegido desde los congresos.
El reto sin duda es crear espacios políticos que permiten acoger todas esas pulsiones de resentimiento, miedo, identidad y de reivindicación social con estándares éticos. Nuevos liderazgos valientes y con alto convencimiento democrático y sujeción crítica de sus propios partidarios, con capacidad de elevar el debate público y de abordar cambios estructurales que son necesarios para no perder el sentido de la historia, la dirección y la esperanza que nos permita resistir.
Y recordar que es precisamente ahora cuando más necesario defender nuestras democracias, precisamente ahora que los habituales apóstoles del realismo político vuelven a decirnos que debemos aparcar las promesas de la justicia, de los derechos y de la participación, para tiempos mejores en los que la guerra, el rearme y el enemigo no sea la primera prioridad.
Y recordar una y otra vez lo que el viejo teólogo, filósofo y politólogo norteamericano Reinhold Niebuhr afirmó poco después del final de la Segunda Guerra Mundial: «puede que la capacidad para la razón, la generosidad y la justicia que han demostrado los seres humanos haya hecho posible la democracia. Pero es la capacidad de los hombres para el odio, la maldad, la codicia y el egoísmo, la que la hace absolutamente necesaria».
SOBRE LA FIRMA:
Gloria Elizo Serrano (Madrid, 1966) es abogada, ha sido diputada y vicepresidenta de la Mesa del Congreso, vinculada a la búsqueda de herramientas de consolidación democrática. Ahora directora del Instituto Clara Campoamor para el fortalecimiento de la Democracia.










