Hannah Arendt distinguía entre labor, el esfuerzo necesario para la mera supervivencia; trabajo, la producción de lo útil y duradero; y acción, la capacidad de compartir, cuidar y crear en común. Una vida absorbida por la labor y el trabajo deja poco espacio para la acción: para la política, para la cultura, para el simple hecho de vivir en libertad. Y, sin embargo, eso es lo que nos hace plenamente humanos.
El tiempo es la única riqueza que no se puede acumular ni recuperar. Se gasta al vivir, queramos o no. Y, sin embargo, es lo que más injustamente se distribuye en nuestras sociedades: mientras unos pueden disponer de él para decidir qué hacer con su vida, otros lo venden cada día para sobrevivir.
Se repite a menudo que “el trabajo dignifica”. Quizás lo haga cuando puede elegirse como realización personal. Pero para la mayoría, trabajar sigue siendo la condición para pagar el alquiler, llenar la nevera. Desde esa realidad debemos mirar que la reforma laboral no es un lujo ni una utopía, sino una necesidad para devolver horas de vida a millones de personas.
Es desde esa realidad que debemos mirar la reforma que estamos tramitando. Porque reducir la jornada laboral no es un sueño, ni un lujo: es una necesidad para mejorar la vida de millones de personas. Han pasado más de cuarenta años desde la última vez que la ley en España redujo la duración máxima de la jornada. Cuarenta años en los que han cambiado las tecnologías, la economía, la sociedad… todo, menos el tiempo legal de trabajo.
Para la mayoría, trabajar sigue siendo la condición para pagar el alquiler, llenar la nevera
La norma que defendemos tiene tres pilares muy claros. El primero, efectivamente, es la reducción de la jornada legal, que garantizará que más de 12 millones de personas trabajadoras vean reconocida una jornada inferior, algo que la patronal ha impedido en algunos convenios colectivos. Al fijar ese suelo legal, además, también se incrementa el valor real del salario por hora para muchas de las personas beneficiarias. Sin olvidar que esta reforma es especialmente positiva para las mujeres, que representan un alto porcentaje de las jornadas parciales, ya sea por contrato o por reducción de jornada para cuidar. Para ellas, estos cambios ofrecen una decisión real: pueden optar por reducir su jornada proporcionalmente y cobrar lo mismo -efecto directo de la subida del salario por hora- o mantener su jornada y aumentar su salario.
El segundo gran avance es el reconocimiento real de la desconexión digital. No basta con decir que fuera del horario no hay que responder correos o mensajes: hay que garantizarlo por ley y que las empresas tengan la obligación de velar por ello. Porque la salud mental también es salud laboral. Porque no se puede vivir con el móvil como una correa que nunca se suelta. El derecho a desconectar significa poder descansar de verdad, dedicar tiempo a la familia, a los amigos, al ocio, sin estar pendientes de un jefe o de una app.
El tercer eje, quizá el más determinante en la práctica, es la creación de un nuevo registro de jornada. Lo sabemos todas las que hemos trabajado por cuenta ajena: en demasiados sitios las jornadas reales no tienen nada que ver con las que aparecen en el papel. Lo que debería servir para protegernos se ha convertido muchas veces en un simple trámite, fácil de manipular, cuando no en una trampa que juega a modo de prueba en contra de la jornada realmente efectuada. Es papel mojado, un folio que aparece sólo cuando lo pide la Inspección de Trabajo. Y ese fraude tiene consecuencias graves: horas extras que no se pagan, que no se cotizan, y que cuestan miles de millones a la Seguridad Social, a la Hacienda pública y, por supuesto, a la clase trabajadora.
Con la nueva ley, esto se acaba: el registro será digital, inmodificable y la Inspección de Trabajo podrá consultarlo en remoto. Esta medida no solo protege a las personas trabajadoras: también garantiza la competencia leal entre empresas, porque quien cumple no puede seguir compitiendo con quien basa su negocio en el fraude y la explotación.
Algunos dirán que reducir la jornada es un riesgo para la economía, que esta ley “carga” a las empresas con más obligaciones. Pero la realidad es justo la contraria: un país que protege a sus trabajadores y trabajadoras es un país más eficiente, más competitivo y más justo. Reducir la jornada no significa producir menos, sino trabajar mejor, con más motivación, con menos enfermedades y con más tiempo para vivir. Otros países que ya lo han hecho lo saben: reducir la jornada es también ganar productividad, combatir el absentismo y demostrar que la vida no cabe entera en la oficina o en la fábrica.
El mundo está cambiando a un ritmo vertiginoso, pero son muy pocos los países que hoy se atreven a impulsar reformas que favorezcan claramente a la gente trabajadora. La ley de reducción de la jornada laboral es una de ellas. Y es, por tanto, una oportunidad que no podemos dejar pasar. Porque de lo que hablamos no es de organizar mejor las horas de trabajo, sino de repartir mejor el tiempo de vida. Esa es, en última instancia, la apuesta civilizatoria: ampliar la libertad real y asegurar que el tiempo deje de ser un privilegio para convertirse en un derecho compartido.
SOBRE LA FIRMA:
Verónica M. Barbero es diputada por Pontevedra y portavoz parlamentaria del Grupo Parlamentario Plurinacional Suma












