La Europa de 2025 ha dejado de vivir en la ilusión de una paz perpetua. Las turbulencias geopolíticas, la guerra en Ucrania y la incertidumbre transatlántica han obligado al continente a mirarse al espejo: ¿puede Europa defenderse por sí sola? La respuesta sigue siendo ambivalente. Por un lado, los gobiernos europeos han incrementado el gasto militar a niveles sin precedentes; por otro, los resultados de ese esfuerzo revelan un sistema fragmentado, dependiente y financieramente ineficiente.
Las advertencias del expresidente estadounidense Donald Trump sobre una posible retirada de EE. UU. de la OTAN y su exigencia de elevar el gasto militar europeo al 5 % del PIB han actuado como un golpe de realidad. A ellas se suma la evidencia de la guerra de Ucrania, que ha demostrado la vulnerabilidad de Europa frente a conflictos de alta intensidad. Ciberataques, desinformación, drones y riesgos espaciales completan un escenario donde la defensa europea ya no puede entenderse como un asunto nacional, sino como una cuestión existencial.
La defensa europea no puede seguir concibiéndose solo como un gasto, sino como una inversión en soberanía
En respuesta, la Comisión Europea ha lanzado una batería de iniciativas -entre ellas el programa SAFE (Support to Ammunition and Defence Equipment), Fondo Europeo de Apoyo a la Paz y el Fondo Europeo de Defensa– con las que espera movilizar más de 800.000 millones de euros hasta 2030. Una parte provendría de que los Estados miembros aumenten su propio gasto en defensa hasta un 1,5 % del PIB durante cuatro años, otra a través nuevo instrumento comunitario de hasta 150.000 millones de euros en forma de préstamos a los Estados miembros que lo soliciten, respaldados por el presupuesto europeo.
Su propósito es fortalecer la base industrial y tecnológica, impulsar la cooperación y reducir la dependencia de proveedores externos. La Hoja de Ruta de Defensa 2030 completa este impulso con una estrategia “360º”, que abarca desde la ciberseguridad y la inteligencia artificial hasta la movilidad militar y la seguridad espacial.
Gastar más no significa gastar mejor
La paradoja europea es evidente: se invierte más que nunca, pero la eficacia no acompaña. La mayoría de los Estados miembros ya cumple con el objetivo del 2 % del PIB en defensa, aunque los avances en capacidades reales son limitados. El aumento del gasto no garantiza una mejora de las capacidades militares. Europa enfrenta restricciones fiscales estructurales derivadas de su alto endeudamiento público, del peso del gasto social y de pensiones, y de un sistema presupuestario fragmentado. El problema no es tanto de volumen como de dirección.
La industria europea, todavía muy fragmentada, no logra responder al aumento de la demanda, y la dependencia de proveedores externos sigue creciendo. Entre enero y julio de 2025, las importaciones de armas desde fuera de la UE aumentaron un 77 % en valor, beneficiando sobre todo a Corea del Sur, Turquía y Estados Unidos.
El resultado es una “fuga fiscal” que traslada los beneficios económicos del esfuerzo europeo a otras economías, mientras el bloque continúa debilitando su base industrial. La mención reiterada en los documentos comunitarios a acuerdos bilaterales con Reino Unido, Canadá, Japón o India, así como la cooperación estrecha con la OTAN, demuestra que la UE aún no posee una base industrial ni tecnológica plenamente autosuficiente.
Gastar más sin un enfoque común equivale a construir un castillo con cimientos ajenos
Desde una perspectiva estratégica, esta dinámica no solo es ineficiente: es incoherente. Al reforzar su dependencia tecnológica de potencias extranjeras, Europa socava su propio discurso de autonomía. Gastar más sin un enfoque común equivale a construir un castillo con cimientos ajenos.
Una industria fragmentada, un tabú financiero y una cultura antibelicista.
El problema industrial europeo no se limita a la falta de inversión: es estructural. El continente, según acreditan los expertos en la materia, opera con seis veces más tipos de sistemas de armas que Estados Unidos, un ejemplo paradigmático de ineficiencia. Cada país mantiene sus “campeones nacionales” –Thales (Francia), Leonardo (Italia), Rheinmetall (Alemania)-, pero rara vez se coordinan entre sí. El resultado: costes duplicados, interoperabilidad limitada y pérdida de competitividad global.
A esta debilidad se suma un obstáculo menos visible, pero igual de determinante: el estigma financiero y la cultura antibelicista europea. En Europa, invertir en defensa sigue siendo incómodo. Aunque las normas ESG (Ambientales, Sociales y de Gobernanza) no prohíben la inversión en armamento, muchos fondos y bancos la evitan por motivos reputacionales. En 2021, el 14 % de los activos europeos estaban sujetos a restricciones de este tipo, frente a menos del 1 % en Estados Unidos.
La UE aún no posee una base industrial ni tecnológica plenamente autosuficiente
El Banco Europeo de Inversiones ha relajado su veto, pero aún rehúye financiar directamente la producción de armas. Sin un cambio cultural y normativo, el capital privado seguirá alejado de un sector esencial para la soberanía del continente. Por eso, cada vez más voces abogan por la creación de una Unión de Ahorro e Inversión, capaz de canalizar los 33,5 billones de euros en ahorros privados hacia la defensa -eliminando las barreras a la inversión, estableciendo un marco regulatorio común para un mercado europeo de capitales y proporcionando financiación conjunta para proyectos militares- y por la emisión de un bono europeo de defensa con deuda conjunta de los Estados miembros.
Si a ello añadimos la alergia al gasto en defensa de varias formaciones políticas con peso parlamentario en los Estados miembros de la Unión, el panorama se vuelve aún más complejo. En gran parte de Europa, la defensa sigue siendo un tema incómodo, políticamente impopular y socialmente mal entendido. A ello contribuye una cultura ciudadana profundamente antibelicista, heredera directa del trauma del siglo XX. Las guerras mundiales, la experiencia del fascismo y el miedo nuclear forjaron una mentalidad colectiva que asocia la fuerza militar con la agresión, y el poder con la amenaza.
Europa podría pasar de ser un consumidor de seguridad a convertirse, por fin, en un productor de estabilidad global
Este legado pacifista, que durante décadas fue el fundamento moral del proyecto europeo, hoy se convierte en una barrera psicológica y política frente a la construcción de una verdadera autonomía estratégica. Muchos ciudadanos ven el aumento del gasto militar como una desviación de los valores fundacionales de la Unión -la cooperación, la diplomacia, el bienestar social-, sin advertir que la defensa no implica necesariamente militarismo, sino la capacidad de proteger esos mismos valores. En este sentido, Europa se enfrenta a una contradicción existencial: desea mantener su modelo de paz y prosperidad, pero aún rehúye las responsabilidades que exige preservarlo.
España, entre la modernización y la dependencia
En este proceso de transformación europea, España representa un caso de reestructuración gradual, pragmática y todavía incompleta. Entre 2023 y 2025, el país ha emprendido un giro significativo en la composición de su gasto en defensa: el presupuesto destinado a personal descendió del 49 % al 27,8 %, mientras que el gasto en equipamiento aumentó hasta el 32,3 %. Este cambio refleja una voluntad clara de modernizar las Fuerzas Armadas y reorientar los recursos hacia capacidades tecnológicas, infraestructuras logísticas y material de nueva generación, en consonancia con los estándares operativos de la OTAN y las prioridades de la Política Común de Seguridad y Defensa (PCSD) de la UE.
Sin embargo, esta evolución, aunque positiva, convive con una dependencia estructural del exterior. Las importaciones de armamento y tecnología militar crecieron un 22,8 % en valor durante el mismo periodo, reflejo de una industria nacional que aún no alcanza la escala ni la capacidad innovadora necesarias para satisfacer las demandas del nuevo contexto estratégico. España continúa dependiendo, en áreas clave -como la aeronáutica de combate, los sistemas antimisiles, la ciberdefensa o la inteligencia táctica, análisis y procesamiento de información -, de proveedores extracomunitarios y alianzas industriales dominadas por socios con mayor peso tecnológico.
El desafío para España no reside únicamente en incrementar su gasto, sino en consolidar una base industrial de defensa robusta y autónoma, capaz de integrarse de manera efectiva en los grandes proyectos europeos. Su participación en programas como el FCAS(Futuro Sistema Aéreo de Combate), el Escudo Aéreo Europeo o el Eurodrone será determinante para posicionarse como un actor relevante dentro del ecosistema de defensa continental.
Paralelamente, el fortalecimiento de la colaboración público-privada y la inversión en I+D militar y dual (civil-militar) serán esenciales para que España deje de ser un consumidor de tecnología y pase a ser productora de capacidades estratégicas. En este sentido, el Gobierno ha redoblado su apoyo al desarrollo industrial nacional mediante la puesta en marcha del Plan Industrial y Tecnológico para la Seguridad y la Defensa, aprobado en la primavera de 2025. Dentro de ese plan, se prevé una inversión extra de 10.471 millones de euros para este año, parte de los cuales se destinarán a reforzar los Programas Especiales de Modernización (PEM) en áreas críticas como movilidad, espacio o guerra electrónica y otros sistemas críticos.
Además, se ha señalado públicamente el apoyo explícito al impulso de INDRA como empresa española tractor del sector de defensa con su plan estratégico Leading the Future, orientado a convertirla en el referente nacional en defensa, aeroespacio y tecnologías digitales. Esta estrategia busca dotar a España de mayor autonomía tecnológica y asegurar que su industria tenga peso real en el mercado europeo de defensa.
En definitiva, el caso español resume los dilemas de la defensa europea: un progreso real pero desigual, marcado por la tensión entre modernización e interdependencia. España avanza hacia un modelo más eficiente y tecnológicamente avanzado, aunque todavía condicionado por su limitada autonomía industrial. Su reto, al igual que el del conjunto europeo, será transformar esta modernización presupuestaria en una soberanía tecnológica sostenible, capaz de garantizar que la defensa deje de ser un gasto y se convierta en una inversión estratégica para la seguridad y la competitividad nacional.
Entre la urgencia y la autonomía
Europa se encuentra en una encrucijada histórica. La urgencia de reforzar su seguridad ha despertado un impulso político inédito, pero también ha puesto de relieve las limitaciones de un modelo basado en la suma de intereses nacionales. La llamada “autonomía estratégica” corre el riesgo de convertirse en un mantra vacío si no va acompañada de una verdadera integración industrial, financiera y política.
La defensa europea no puede seguir concibiéndose solo como un gasto, sino como una inversión en soberanía. Implica repensar la gobernanza económica del continente, modernizar su base tecnológica y asumir que la seguridad -como la transición energética o la digitalización- requiere coordinación, capital y visión a largo plazo.
La historia no espera a los indecisos
El éxito de esta transformación definirá no solo la capacidad de Europa para protegerse, sino también su papel en el orden mundial del siglo XXI. Si logra convertir su gasto en poder industrial, su fragmentación en cooperación y su dependencia en liderazgo, Europa podría pasar de ser un consumidor de seguridad a convertirse, por fin, en un productor de estabilidad global.
Pero el tiempo juega en su contra. La historia no espera a los indecisos, y Europa ya no puede permitirse el lujo de vacilar entre la ambición y la inercia. Solo si asume plenamente su papel como actor estratégico -capaz de garantizar su propia seguridad y proyectar estabilidad- podrá preservar su influencia en un entorno global cada vez más competitivo y fragmentado y asumir, al fin, la responsabilidad de su propio destino.
SOBRE LA FIRMA
Carlos M. Ortiz Bru es exconsejero de Transportes y Telecomunicaciones en la Representación de España ante la Unión Europea y administrador civil del Estado.