Casi a diario, se nos intenta convencer de que el Gobierno de Pedro Sánchez es el Gobierno de las mayorías. Sin embargo, la realidad se empeña en demostrarnos justo lo contrario: esas mayorías solo se respetan cuando favorecen a los intereses de Moncloa y se ignoran cuando pueden resultar incómodas. Se trata de un modo de gobernar profundamente sectario, que convierte el Parlamento en un escenario mudo e incapaz de ejercer la función que le otorga la Constitución.
En estos dos últimos años, se ha puesto de relevancia un nuevo poder político: el congelador de la presidenta del Congreso, ese electrodoméstico intangible donde guardar proposiciones de ley y reformas que no interesan al Ejecutivo. Allí quedan sepultadas durante meses o años, hasta perder todo su sentido, simplemente porque el Gobierno no quiere asumir el riesgo de un debate democrático que no controla.
El problema no es la existencia de un procedimiento parlamentario lento o garantista —que forma parte de la esencia misma de las Cámaras—, sino el uso arbitrario de la Mesa del Congreso como muro de contención política. No es el congelador en sí, sino quien lo llena, el verdadero responsable de que esta legislatura esté resultando tan estéril en lo legislativo y tan vacía en lo que a avances se refiere. La estrategia es clara: cada vez que el Parlamento plantea una iniciativa legítima que podría salir adelante sin el respaldo del Gobierno, se acude al truco fácil de congelarla. Así, lo que debería ser debate y votación se transforma en parálisis y silencio.
Un ejemplo muy evidente lo encontramos en la Ley de Costas. En marzo de 2024, el Senado remitió al Congreso una propuesta de modificación para la protección jurídica de núcleos urbanos costeros tradicionales, construidos hace décadas, y que han quedado incluidos por sucesivos deslindes en el dominio público marítimo-terrestre.
En junio de 2025, la Cámara Baja tomó en consideración otra iniciativa que seguía la misma línea argumental, reconociendo el valor cultural, histórico y etnológico de esos núcleos urbanos y apostando por su pervivencia. A día de hoy, ninguna de las dos ha continuado su tramitación. Están congeladas, lejos del debate y de la votación, en un cajón que no debería existir en democracia.
Cada vez que el Parlamento plantea una iniciativa legítima que podría salir adelante sin el respaldo del Gobierno, se acude al truco fácil de congelarla
Mientras tanto, cientos de familias que habitan en viviendas legales junto al mar viven en la incertidumbre. Este mismo verano, en Guardamar del Segura, 60 familias de la Playa de Babilonia se enfrentaban a la demolición de sus casas centenarias. Solo la intervención de la Generalitat Valenciana consiguió frenar a última hora la paralización del derribo, ganando tiempo a la espera del respaldo legal definitivo. Pero no hay seguridad jurídica ni solución definitiva, porque la ley que debería dar respuesta sigue guardada en el congelador del Congreso.
Lo que está en juego es mucho más que un número determinado de viviendas: es un modelo de gestión del litoral que hoy castiga a quienes construyeron legalmente hace décadas y que, al mismo tiempo, se muestra incapaz de actuar sobre los verdaderos factores de regresión costera.
La regresión del litoral es uno de los grandes desafíos medioambientales a que nos enfrentamos. Y la intransigencia ecológica de este Gobierno no ayuda a resolverlo. En la mayoría de los casos, el avance del mar no se debe a la ocupación humana de la costa, sino a actuaciones públicas que alteraron el equilibrio natural de las corrientes marinas. La propia Playa de Babilonia es víctima de esa regresión. No fueron las casas las que invadieron el mar; fue el mar quien, debido a la deficiente orientación de un espigón en la desembocadura del rio Segura, alcanzó las viviendas.
Otro ejemplo similar lo encontramos en las playas de Sagunto. Allí, la construcción de los espigones de Almenara ha tenido un efecto devastador: han frenado el transporte natural de sedimentos hacia el sur y han acelerado la erosión de la costa saguntina. Cada temporal arranca arena, reduce la anchura de la playa y amenaza con hacer desaparecer tramos enteros del litoral. Vecinos, asociaciones y expertos llevan años denunciando este efecto perverso de una obra pública que, lejos de resolver un problema, ha creado otro aún mayor.
Y, mientras, la Ley de Costas, y su interpretación desde el Ministerio que dirige Sara Aagesen, sigue centrada en culpar a los propietarios de viviendas legales y no en corregir esas causas estructurales. Se les trata como intrusos, cuando en realidad son víctimas. Se olvida que la Constitución protege el dominio marítimo-terrestre, pero también garantiza el derecho a la propiedad privada. Una legislación equilibrada debería buscar compatibilizar ambas exigencias, pero lo que tenemos hoy es un texto rígido, que no se adapta a la realidad y que ha quedado bloqueado en el Parlamento por la voluntad política del Gobierno.
La Ley de Costas es solo un ejemplo de muchos. También han sufrido el frio efecto del congelador la ley contra la ocupación ilegal que se aprobó por el Senado, una modificación del Código Penal en materia de narcotráfico o la tramitación como proyecto de ley de varios decretos de ayudas a los afectados por la DANA o iniciativas relacionadas con la presión fiscal impuesta desde el Estado en la recogida de residuos urbanos. La lógica es siempre la misma: si el Gobierno no controla el resultado, mejor impedir que se debata.
Congelar no es gobernar. Es manipular al Parlamento para que solo se vote lo que conviene al Ejecutivo. Es despreciar la soberanía popular y condenar a ciudadanos concretos —como los de Guardamar, los de Sagunto o los de cualquier otro punto de nuestro litoral— a pagar las consecuencias de esa cobardía política.
Un Gobierno que presume de progresista y dialogante debería empezar por permitir el diálogo. Recuperar esas iniciativas y devolverlas al debate parlamentario no es un capricho, es una exigencia democrática. Porque la democracia no consiste en silenciar lo que incomoda, sino en respetar las mayorías, sean del color que sean.
Mientras se mantenga el congelador como herramienta de control político, no habrá transparencia ni pluralismo, solo una simulación de democracia. Y España no puede permitirse una legislatura en la que se congelen los problemas reales mientras el tiempo, y el mar, siguen avanzando.
SOBRE LA FIRMA:
Carlos Gil es diputado del PP por Valencia y Portavoz adjunto de la Comisión de Presupuestos