En la historia militar, hay momentos que definen más que batallas: revelan el colapso de imperios o el nacimiento de un nuevo orden. Gaugamela, Salamina, Austerlitz, Stalingrado… cada una supuso más que una victoria o una derrota. Supusieron un giro de época.
En 2025, en las arenas del Irán contemporáneo, el eco de esas gestas resuena con nuevos instrumentos: drones furtivos, bombas anti búnker, amenazas nucleares. Teherán ha sido golpeado como nunca. Y el resultado, más que una guerra convencional, parece anunciar el principio del fin de un régimen… o el nacimiento de un vacío geopolítico peligroso.
En la madrugada del 22 de junio, Estados Unidos ejecutó una operación coordinada y devastadora contra el corazón del programa nuclear iraní. Bombarderos B‑2, invisibles al radar, lanzaron catorce bombas anti búnker sobre las instalaciones subterráneas de Fordow, Natanz e Isfahán. Simultáneamente, submarinos estadounidenses dispararon misiles de crucero Tomahawk desde el Golfo Pérsico. Esta acción, bautizada Operación Midnight Hammer, se diseñó para asestar un golpe quirúrgico pero contundente contra la capacidad de enriquecimiento de uranio de Irán.
Washington presentó la operación como una acción preventiva, necesaria para frenar un peligro inminente. Altos cargos afirmaron que las instalaciones nucleares habían quedado «totalmente destruidas», y que Irán estaba ahora incapacitado para avanzar en su programa atómico. El propio presidente estadounidense comparó la operación con los bombardeos más decisivos de la historia militar moderna.
Sin embargo, informes de inteligencia revelaron una lectura más matizada. Las comunicaciones interceptadas entre altos funcionarios iraníes apuntan a que, aunque los daños fueron significativos, no fueron totales. Partes del material nuclear habrían sido trasladadas antes del ataque, y algunas instalaciones clave podrían reactivarse en cuestión de meses. Según fuentes técnicas internacionales, el programa nuclear iraní ha quedado muy debilitado, pero no eliminado. Si es así, los ataques se repetirán, no tengan dudas.
La Operación Midnight Hammer se diseñó para asestar un golpe quirúrgico pero contundente contra la capacidad de enriquecimiento de uranio de Irán
Lo que sí está claro es que se ha roto un tabú estratégico: por primera vez desde 1979, Estados Unidos ha lanzado un ataque directo sobre territorio iraní. Y lo ha hecho en coordinación con Israel, que había iniciado días antes una ofensiva propia centrada en ciberataques y bombardeos limitados. La escalada ha sido rápida, y las consecuencias todavía se están desarrollando.
La respuesta iraní fue inmediata, aunque medida. Teherán lanzó misiles contra la base aérea de Al Udeid, en Catar, principal centro de operaciones estadounidense en la región. Los proyectiles fueron interceptados, no se registraron víctimas, pero el mensaje fue claro: Irán no está dispuesto a encajar pasivamente. Varios países del Golfo cerraron su espacio aéreo (por unas horas), las embajadas occidentales en la región activaron protocolos de evacuación parcial, y la ONU advirtió del riesgo real de una guerra regional abierta.
Al mismo tiempo, Irán ha condicionado cualquier intento de reactivar el diálogo diplomático a una garantía explícita de que no se repetirán ataques similares. Mientras tanto, el Organismo Internacional de Energía Atómica ha solicitado acceso inmediato a las instalaciones bombardeadas para evaluar los daños y evitar riesgos de contaminación radiológica.
El gran interrogante ahora no es si Irán puede o no reconstruir su capacidad nuclear. Es si el régimen podrá sostener su autoridad en el interior y su influencia en el exterior. A nivel interno, la presión social, económica y política se acumula desde hace años. Las protestas lideradas por mujeres, estudiantes y minorías étnicas han sido constantes, sofocadas con represión creciente. La crisis económica, acentuada por las sanciones y la inflación galopante, erosiona la legitimidad del poder clerical.
Un Irán desestabilizado podría arrastrar consigo a Irak, Siria, el Líbano y el Golfo Pérsico en una espiral de conflictos por delegación
A nivel externo, Irán ha perdido parte de su capacidad disuasoria. Su respuesta militar ha sido simbólica, su red de proxies está bajo presión, y sus aliados estratégicos observan con creciente inquietud. Un régimen herido puede volverse más peligroso, más imprevisible. Pero también más frágil.
Gaugamela fue el principio del fin del Imperio persa aqueménida y el inicio de la hegemonía helenística. La operación estadounidense no ha tenido la espectacularidad visual de aquellas batallas clásicas, pero su carga simbólica es igual de poderosa. Ha herido el corazón estratégico del Irán contemporáneo, ha mostrado la voluntad estadounidense de intervenir con fuerza si lo considera necesario, y ha dejado al descubierto las fisuras de un régimen que hasta hace poco parecía inexpugnable.
Sin embargo, las lecciones de la historia también enseñan que una victoria táctica puede convertirse en una trampa estratégica. Un Irán desestabilizado podría arrastrar consigo a Irak, Siria, el Líbano y el Golfo Pérsico en una espiral de conflictos por delegación, represalias cruzadas y vacíos de poder ocupados por milicias o potencias rivales.
El futuro inmediato de Irán —y del equilibrio regional— dependerá de la capacidad de las potencias para contener la escalada y reconstruir un marco diplomático viable. El problema ya no es solo nuclear. Es geopolítico e institucional. Si Irán colapsa, no lo hará en silencio. Y si resiste, no lo hará sin consecuencias. Pocas esperanzas caben de un régimen basado en la radicalidad, pero para sorpresas, la historia, así que nadie sabe a ciencia cierta qué va a ocurrir.
El mundo ha sido testigo de una nueva Gaugamela. Ahora queda por ver si alguien sabrá escribir su epílogo antes de que el vacío lo convierta, una vez más, en campo de batalla.
SOBRE LA FIRMA
José A. Monago es el portavoz adjunto del Grupo Popular en el Senado. Miembro de las Comisiones de Seguridad Nacional y Defensa.