La gravedad de la coyuntura global es innegable y creciente. Y sin tenerla en cuenta es imposible hacer planes políticos o económicos en cualquier nivel o ámbito.
Las guerras en Ucrania y en Palestina (Gaza) son sin duda sus expresiones más dramáticas. Pero hay otros factores que no debemos pasar por alto, comenzando por el difícil diálogo entre grandes potencias como Estados Unidos y China y la extraordinaria dificultad para adoptar resoluciones en el Consejo de Seguridad la ONU a causa derecho de veto (lo que no merma un ápice del carácter imprescindible de las Naciones Unidas).
Contra el fatalismo
Frente a esa coyuntura, lo peor es dejarse llevar por un discurso que considera casi inevitable una agudización de los conflictos políticos hasta el punto de convertirlos en armados entre países cuyo potencial de destrucción nos llevaría a escenarios de guerra mundial.
No se trata de adivinar qué dinámica terminará imponiéndose, si la que apunta en ese sentido o la que, en una dirección diferente, encapsularía los enfrentamientos actuales por un tiempo indeterminado, pero sin solucionarlos y manteniendo su potencial expansivo.
Hay que evitar el determinismo fatalista que considera inevitable un enfrentamiento global
Lo importante es evitar una suerte de determinismo fatalista que considera que un enfrentamiento global abierto terminará llegando y, en consecuencia, no hay otra opción que prepararse para ello, elevando ilimitadamente la capacidad de disuasión militar frente al enemigo o directamente para ganarlo cuando se produzca.
Lo que la historia nos enseña
En la Primera Guerra Mundial, los intereses opuestos de las potencias europeas de la época abocaron a una catástrofe inimaginable. Pero a su desencadenamiento contribuyó decisivamente un pensamiento que consideraba imposible evitar el conflicto armado y que proponía, por lo tanto, un rearme absoluto. Un pensamiento que se apoderó del lenguaje de los políticos, los militares, medios de comunicación y buena parte de la opinión pública hasta el punto de pavimentar una carretera que llevó directamente a las trincheras.
Así que lo primero es dejar de hablar más de guerra que de paz. Y lo segundo, poner por delante de cualquier rearme el objetivo de solucionar los conflictos con la palabra. Evitemos los errores del pasado.
Desarmar con la paz
Hay quien pensará que esos son propósitos ingenuos, que solo benefician a quienes consideramos nuestros adversarios, haciéndonos perder tiempo y derrochar esfuerzos mientras aquellos se preparan y actúan para lo peor.
Por el contrario, la mejor manera de desarmar a esos adversarios es mostrar el compromiso activo de nuestras democracias con la paz, el derecho internacional, la prevención y la gestión de los conflictos y la negociación política y diplomática para resolver las diferencias.
Eso nos hará incluso más fuertes que poseer más armas y cada vez más destructivas, en una carrera que inevitablemente detraerá recursos para el desarrollo sostenible en todo el mundo cuando la Tierra y la población siguen pidiendo a gritos más inversiones para frenar el cambio climático y reducir la desigualdad.
Por la vía diplomática
Tenemos que confiar en el derecho internacional y exigir su aplicación a través de medidas de presión diplomática y económica frente a los actores que lo conculcan. Hemos de actuar a tiempo para evitar el estallido de las guerras, construyendo vías de multilateralismo cooperativo, seguridad compartida, entendimiento y solución.
Debemos presionar para que los conflictos armados finalicen lo antes posible con una paz justa y duradera alcanzada a través de una negociación garantizada por la comunidad internacional. Y estamos obligados a promover la cultura de la paz en todas las sociedades.
La mejor manera de desarmar a los adversarios es mostrar el compromiso activo de nuestras democracias con la paz y el derecho internacional
Por supuesto, tenemos el derecho a defendernos si somos atacados con una capacidad militar suficiente y a disuadir con ella a quien se plantee agredirnos. Pero siempre tratando de actuar antes que nada con capacidades políticas y diplomáticas que eviten el siguiente paso, que será armado.
Esto vale muy bien para la Unión Europea, que nunca fue concebida para convertirse en una potencia o alianza militar clásica. Leer el Tratado en vigor aclara mucho sobre los objetivos de la Unión en el ámbito de las relaciones internacionales, la seguridad y de la defensa, y sobre los instrumentos con los que se ha dotado para alcanzarlos.
«Si vis pacem, para verbum»
Ser claramente una fuerza de paz y de defensa del derecho internacional avala la actuación de la UE frente a quienes ponen en cuestión una y otro, sean estados o agentes no estatales. Contar para ello con unas capacidades diplomáticas y militares europeas a la altura de los desafíos de la realidad internacional (planificando y poniendo en común las de los Estados miembro para ser más eficaces y ahorrar gastos) es imprescindible.
Trabajar con la OTAN como principal aliado en la garantía de la seguridad internacional también lo es. Y aplicar las medidas de presión política y económica sin dobles raseros a aquellos países que violen la legalidad internacional es insoslayable.
Por todo lo dicho, frente al mantra de la Roma clásica “si vis pacem, para bellum”, deberíamos utilizar en primera instancia el “si vis pacem, para verbum”. O, en román paladino, hablar más de paz y menos de guerra, como hace España.
SOBRE LA FIRMA Carlos Carnero González (Madrid, 1961) ha sido eurodiputado, miembro de la Convención que redactó la Constitución Europea, diputado a la Asamblea de Madrid, Embajador en Misión Especial y Director Gerente de la Fundación Alternativas.