La caída del muro de Berlín en 1989 fue el símbolo de una promesa de libertad y unidad para muchos ciudadanos del este que habían crecido bajo el yugo del comunismo, y una confirmación de la fuerza de los valores democráticos para todos los europeos. Varias generaciones habían pasado sus vidas entre fronteras cerradas y un régimen represivo, anhelando libertad. Esa promesa de libertad se vio cumplida en el este de Europa con la entrada en la OTAN, vital para su defensa, y cuando cobró vida el sueño largamente acariciado de ingresar en la UE.
Pero la exclusión continuada de algunos Estados miembros del Espacio Schengen –los 27 países europeos que han abolido los controles fronterizos internos– socava hoy por hoy los propios principios sobre los que se fundó la UE. Algunos ciudadanos europeos –desde luego, los de Bulgaria y Rumanía—aún se sienten miembros de segunda clase de esta Unión. ¿Por qué no son parte sus países de una de las grandes promesas de la UE, la circulación libre de personas dentro de sus fronteras?
Varias generaciones habían pasado sus vidas entre fronteras cerradas y un régimen represivo, anhelando libertad
Un argumento que se menciona a menudo para tratar de justificar esta situación es el temor a que los ciudadanos de países recién incluidos en la UE puedan llegar a explotar los sistemas de bienestar de otros Estados miembros. Pero este temor se basa en incidentes aislados que en ningún caso representan a sociedades ni países en general. En todo caso, pueden y deben establecerse marcos reguladores para evitar tales abusos, con mecanismos que aseguren el estricto cumplimiento de las normas.
Otro argumento sostiene que existen dudas razonables sobre la capacidad de algunos Estados miembros para gestionar eficazmente sus fronteras, sobre todo en lo que se refiere a la tramitación de los solicitantes de asilo y la lucha contra la corrupción. Pero estos problemas no se limitan a un solo país. Como demuestran las cifras de inmigración, nadie puede hacer frente a estos problemas por sí solo, y pretender trasladar la culpa de los problemas en materia de política migratoria a países fuera de Schengen es pura miopía política interesada.
Las recientes votaciones en el Parlamento Europeo subrayan la urgencia de esta cuestión. Con una mayoría abrumadora, los eurodiputados hemos pedido la adhesión de Bulgaria y Rumanía a Schengen para finales de 2023. Ambos cumplen los criterios necesarios desde hace años y no entendemos la decisión de algunos países de rechazar su adhesión sin ofrecer ninguna justificación jurídica válida.
Esta exclusión no es meramente simbólica: no es sólo la última barrera fronteriza cerrada ante la plena unidad europea de Bulgaria y Rumanía. También impone costes reales a empresas y ciudadanos, contribuyendo aún más a las disparidades sociales y económicas. Por ejemplo, los viajes y el comercio se ven obstaculizados por retrasos que pueden durar de horas a días, frente a una espera media de 10 minutos dentro del espacio Schengen. Esto es especialmente perjudicial para los transportistas; y no solo afecta a sus medios de subsistencia, sino que también aumenta las emisiones de CO2 en la asombrosa cifra de 46.000 toneladas anuales, unas consecuencias medioambientales contrarias a nuestros objetivos climáticos.
Y no son solo ya problemas materiales, sino también normativos y simbólicos. La exclusión contribuye decisivamente a alimentar la propaganda antieuropea y a socavar la influencia y los valores de la UE en el exterior. No podemos defender una Europa unidad y de igualdad de derechos y libertades entre todos sus ciudadanos si los restringimos por motivos puramente arbitrarios.
La buena noticia es que Europa tiene la experiencia necesaria para ayudar. Cooperando y poniendo en común nuestros conocimientos sobre protección de fronteras podemos acelerar nuestra preparación y aplicarla en cualquier lugar en el que la UE tenga fronteras exteriores. La mejora de la formación, la tecnología compartida y las operaciones conjuntas pueden mejorar sustancialmente nuestras capacidades colectivas. De este modo, no sólo se subsanan las deficiencias operativas, sino que también se colabora en la lucha contra la corrupción y el contrabando, problemas que no son exclusivos de Bulgaria o Rumanía, sino que afectan a toda Europa y exigen soluciones europeas.
La buena noticia es que Europa tiene la experiencia necesaria para ayudar
La otra buena noticia es que la presidencia de turno del Consejo de la UE corre a cargo de España, un país que está en la frontera exterior de la Unión y sabe lo que es la necesidad de una política migratoria coordinada, humana, sensata y liberal. Un país que también sabe lo que es salir de una dictadura represiva y del aislamiento internacional. Y un país que siempre ha visto en la Unión su futuro y su oportunidad, siendo fervientemente europeísta desde el principio de la Transición democrática.
Es España, por tanto, un país que comparte esa sensibilidad y ese anhelo de libertad y de igualdad de derechos que persiguen los ciudadanos de Bulgaria y Rumanía. Miles de ellos, de hecho, tienen su trabajo y vida en España, que se ha convertido en tierra de acogida. Pero el lugar de nacimiento de un ciudadano de la Unión no puede determinar las oportunidades de las que dispone. Todos debemos ser iguales en el cumplimiento de una de las grandes promesas sobre las que se constituyó la Unión. Es un deber moral para la presidencia española, siguiendo las votaciones del Parlamento Europeo, el impulsar definitivamente la entrada de Bulgaria y Rumanía en el espacio Schengen.
A medida que nos acercamos a las reuniones clave de los próximos meses, la cuestión que se nos plantea es si queremos una UE de dos niveles, con todo lo que eso implica, o una comunidad inclusiva y unificada. Los principios que fundaron la Unión –libertad, igualdad y Estado de Derecho— ayudan a dar una respuesta y nos convocan a la acción.
El tiempo corre. Nos debemos a nosotros mismos, a los que nos precedieron y a las generaciones futuras garantizar que la promesa europea de libertad y unidad no deja a nadie atrás. Acabemos con exclusiones arbitrarias que aún existen y dejemos que todos los ciudadanos de la Unión puedan sentir la libertad de ser europeos en toda su extensión.
SOBRE LA FIRMA: Ilhan Kyuchyuk (Bulgaria, 1985) es licenciado en Ciencias Políticas y Gestión y eurodiputado, participa en el Movimiento por los Derechos y Libertades de Bulgaria y Eva María Poptcheva (Bulgaria, 1979) es doctora en Derecho Constitucional y eurodiputada en el Parlamento Europeo por Ciudadanos. Ambos son miembros de Renew Europe en el Parlamento Europeo.