En el distrito de Cox’s Bazar, al sur de Bangladesh, bañado por el golfo de Bengala, se encuentra el mayor asentamiento de refugiados del planeta, hogar de miles de niños birmanos de la etnia rohingya.
La región, una de las más desfavorecidas del país, se ha convertido en un escenario de pesadilla humanitaria, con una infancia interrumpida y un futuro incierto para más de un millón de apátridas que han buscado refugio huyendo de la persecución y la violencia.
El 78% de los refugiados en los 33 campos de Ujiya y Teknaf, además de los situados en la isla de Bhasan Char, son mujeres y niños, según datos oficiales.
Esta población mayoritariamente musulmana vive en un limbo, cercana a una frontera que marca la división entre su presente y su pasado, separándolos de su tierra de origen, todavía en conflicto.
La crisis empeora con la disminución de la financiación global para la ayuda humanitaria, esencial para la supervivencia de esta población vulnerable y dependiente. «Llegué aquí en 2017 cuando era solo un niño. En Birmania no podíamos ir a la escuela. Quiero que la gente sepa lo que pasa aquí, cómo vivimos. Queremos salir de aquí y tener la oportunidad de estudiar. Mira cómo está todo», lamenta H., de 15 años, que prefiere mantener el anonimato. «La seguridad ha vuelto a empeorar», afirma.
H. fue uno de los miles de niños que llegaron a los campos tras la intensa campaña militar iniciada hace ocho años por el Ejército de Birmania, que desplazó a unas 740.000 personas desde el estado de Rajine, aún sujeto a ataques.
A diferencia de los casi 40.000 rohingyas que llegaron en los años 90, estos desplazados carecen de las garantías y protecciones del Derecho Internacional, siendo catalogados por Bangladesh simplemente como «ciudadanos birmanos desplazados a la fuerza».
«Vinimos en septiembre de 2017, había ataques continuamente y tuvimos que atravesar el bosque y huir en un bote junto a decenas de personas. Tardamos 20 días en llegar. No pudimos traer ningún objeto personal con nosotros», cuenta Wahid, quien se preocupa por la educación y salud de sus hijos menores de tres años.
«Si hubiera seguridad, querría volver, pero para eso necesitamos que nos den la nacionalidad», dice Aktar, remarcando la difícil situación de una población sin acceso a la ciudadanía desde los 80.
El incremento de los enfrentamientos en Rajine y la reducción de las ayudas internacionales agravan la situación, exponiendo a los menores a mayores riesgos. «La comida es lo primero. Salimos a buscar trabajo pero no tenemos opciones. No hay oportunidades porque no somos considerados refugiados», explica otro residente del campo.
«Si no tratamos a los niños con desnutrición aguda corren el peligro de morirse. Pero necesitamos financiación. Seguimos adelante a pesar de la crisis, pero 2026 va a ser peor», advierte Owen Nkhoma de UNICEF.
Mientras tanto, miles de niños se convierten en la representación de la lucha contra el olvido en los campos de refugiados.











