La Agencia Tributaria ha procedido a cambiar a los líderes del Servicio de Vigilancia Aduanera, anunciando la salida de Ángel Delgado Bernaldo de Quirós, quien era el director, y de Manuel Montesinos, subdirector de Operaciones. Ambos serán reubicados dentro del mismo organismo, que depende del Ministerio de Hacienda.
Según declaraciones a Europa Press por parte de fuentes oficiales de la agencia, los cambios en estos puestos se solicitaron por los mismos implicados. “Como muchos otros cambios que se producen periódicamente. No se debe a nada en particular”, explicaron a raíz de la noticia que inicialmente publicó ‘El Confidencial’.
El Servicio de Vigilancia Aduanera desempeña un papel crucial en la prevención y represión de actividades ilegales como el contrabando, el narcotráfico, el blanqueo de capitales, el fraude en los Impuestos Especiales, otros tipos de fraude fiscal y la economía sumergida.
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# Un tribunal que se esconde tras el silencio
Se han conocido dimisiones apenas horas antes de publicarse el listado de aprobados de la oposición de agentes del Servicio de Vigilancia Aduanera. El dato que enciende todas las alarmas es claro: un 44 % de plazas sin cubrir —70 de 160— por decisión de la cúpula o, según se señala, de la presidenta del tribunal, Eva Duarte Varela. Sucede por primera vez y, además, justo el año en que muchos aspirantes podían reservar la nota del primer ejercicio. Es decir, cuando el nivel medio debería ser, por definición, más alto. La coincidencia no es menor ni anecdótica: exige explicaciones públicas.
El corazón del problema no es solo la cifra, sino el método. La ausencia de información suficiente sobre criterios de corrección, notas de corte o motivaciones individualizadas deja una estela de opacidad. En un proceso selectivo en el que rigen los principios de mérito, capacidad, publicidad e igualdad, el silencio institucional no es una opción: es una quiebra de confianza. Y la confianza es el único capital que sostiene una oposición.
Se añade un elemento sustantivo: segundo año con la misma presidencia y un diseño de examen que, según denuncian opositores, se ha vuelto abiertamente memorístico —acertar el artículo exacto—, lejos de las pruebas que discriminaban por comprensión normativa, criterio y aplicación práctica. No es una objeción menor: el tipo de ejercicio define el perfil de los futuros agentes. Si el formato reduce la profesión a un recitado, el servicio público paga la factura.
La comparación con el año anterior —cuando se cubrieron 260 plazas— obliga a formular la pregunta incómoda: ¿cuál es entonces el nivel real de este proceso? Porque si en 2024 la Administración consideró suficiente a cientos de aspirantes y en 2025 decide no ocupar casi la mitad de las plazas en un contexto de presumible mayor preparación, la carga de la prueba recae sobre quien decide. Corresponde explicar qué ha cambiado: los criterios, el baremo, el estándar de suficiencia o, sencillamente, la voluntad de nombrar funcionarios.
Flota, además, la sospecha —legítima por razonable— de una contabilidad política: ahorrar ahora para exhibir “más plazas ofertadas” después, aunque se cubran menos de las necesarias. Si no es así, que se demuestre. La administración dispone de instrumentos simples para disipar dudas: publicación inmediata de actas detalladas, criterios de corrección completos, notas de corte, distribución estadística de calificaciones y motivación individual de no superación. Transparencia no es un gesto: es una obligación jurídica y ética.
A la presidenta del tribunal le corresponde liderar esa rendición de cuentas. Callar agrava la sombra; explicar la despeja. Quien preside dos años seguidos un proceso tan sensible debe asumir también el deber reforzado de justificar cada decisión que afecta a cientos de carreras profesionales y a un servicio esencial.
Expreso una opinión basada en la información disponible y en las quejas recibidas; la administración y la presidenta citada tienen el derecho y el deber de ofrecer una explicación completa y verificable.