No falla. Es mencionarse la palabra referéndum y se nos va la cabeza a Cataluña. La consulta sobre la independencia ha sido uno de los caballos de batalla de la última década. El estropicio para la convivencia que supuso la gestión del 1-O, afrontado desde la judicialización y la actuación policial, en lugar de hacerse desde la política, terminó por generar un clima de polarización donde fue muy fácil instalar el marco más centralista y autoritario.
Pero no es sólo una cuestión que afecte a Cataluña o a la configuración del Estado. La profundización en mecanismos de participación ciudadana no se puede reducir a los referéndum de independencia. Ni siquiera existe un sólo tipo de mecanismo referendario. Simplemente sucede que nuestro sistema parlamentario apenas ha evolucionado, desde que se aprobase la Constitución, en las vías de participación directa. Esto, junto al llamado “conflicto catalán”, han terminado por contaminar un debate muy necesario, que ya se puso sobre la mesa en 2011, con el 15M.
La participación en la vida política, de manera directa, es un derecho fundamental recogido en el artículo 23.2 de la Constitución. El desarrollo del mismo se realiza, por un lado, en otros preceptos constitucionales, que enumeran algunos de los mecanismos participativos, como determinadas modalidades o supuestos de referéndum, así como la iniciativa legislativa popular (ILP). Pero lo contenido en la Carta Magna, en términos de participación directa, es escueto y se tuvo que desarrollar, principalmente, a través de sendas leyes orgánicas. Una data de 1980 y regula las distintas modalidades de referéndum. La otra, de 1984, hace lo propio con las ILP.
Viendo la fecha de publicación de ambas leyes orgánicas, podemos imaginar que su contenido dista mucho de reflejar las aspiraciones de participación política de la sociedad actual. Tampoco están en consonancia con las transformaciones sociales, políticas, tecnológicas o culturales que se han producido en los últimos cuarenta años.
La participación en la vida política, de manera directa, es un derecho fundamental recogido en el artículo 23.2 de la Constitución
El resultado es una legislación que se limita, prácticamente, a regular un tipo de referéndum muy residual, consultivo y no vinculante, bajo la autorización del Gobierno o, en su caso, del Congreso. ¿Significa esto que no hay cabida, en nuestro ordenamiento jurídico, para otras modalidades de referéndum? No, y no lo digo yo, lo dijo el Tribunal Constitucional en su Sentencia 114/2017, de 17 de octubre, resolviendo -oh, sorpresa- sobre el recurso interpuesto contra la Ley del referéndum de autodeterminación de Cataluña.
En su fundamentación jurídica, el TC no dice que el referéndum recogido en el artículo 92 CE sea el único posible en nuestro ordenamiento jurídico, sino que “(…)la previsión por el constituyente de unos concretos supuestos de referéndum no agota el elenco de otros admisibles en nuestro ordenamiento”, remarcando en la misma Sentencia, eso sí, que “solo a la ley orgánica a la que remite el citado artículo 92.3 CE correspondería la previsión genérica o en abstracto de tales consultas referendarias, distintas a las contempladas de modo expreso en la norma fundamental.”
Como el derecho de participación directa está dentro del bloque de los llamados “derechos fundamentales”, su desarrollo debe hacerse mediante ley orgánica y los parlamentos autonómicos no tienen competencia para aprobar este tipo cualificado de leyes. Es cierto que existen numerosas leyes de participación de ámbito autonómico, pero se deben circunscribir al marco básico estatal, definido por la CE y las leyes de rango superior, como las orgánicas. Por tanto, claro que pueden encajar en la Constitución otros tipos de referéndum, incluso vinculantes, con la premisa de que se regulen a través del tipo de norma y del procedimiento adecuados.
Pero es que hay más. El otro vicio de inconstitucionalidad, del que adolecía la norma catalana recurrida, consistía en que la materia que pretendía regular -la autodeterminación de Cataluña-, tampoco era competencia de las instituciones autonómicas catalanas, ni se podía sustanciar a través de esa consulta referendaria.
Aprobar cualquier medida que modifique, como sería el caso, al artículo 2 de la Constitución y a la configuración territorial de la nación, requeriría de una modificación de la misma CE. Un cambio, además, que afectaría a una parte de la Carta Magna sujeta a un procedimiento de reforma agravado, exigiéndose una amplísima mayoría en el Congreso, además de un referéndum de ratificación, a escala estatal, así como la convocatoria de elecciones generales.
Hacer esta radiografía de la inconstitucionalidad del referéndum del 1-0 catalán nos permite comprobar que su invalidez no es arbitraria, que se ajusta a lo contenido en un sistema jurídico que es el vigente en España. El problema no es la materia en sí (la autodeterminación), ni el instrumento (el referéndum) de manera aislada, sino que esa materia y ese instrumento tienen procedimientos jurídicos y parlamentarios que no se siguieron. Esta puesta en su contexto -jurídico- ofrece, a su vez, una lectura positiva. Niega el pensamiento común de que haya determinados asuntos no debatibles, inasumibles o inmutables. Todo en el ordenamiento jurídico es reformable, si se hace a través de los cauces previstos y con las mayorías exigidas. Se llama procedimiento.
Tras el resultado electoral del 23J, dado el papel que deben jugar Junts y ERC en la posible reedición de un gobierno progresista, se ha vuelto a poner encima de la mesa la consulta pública sobre el encaje de Cataluña en España. Como consecuencia de la resaca que nos dejó el 1-O, donde la polarización limó de matices jurídicos el debate, reduciendo el asunto al binomio ilegal-legítimo, las primeras reacciones han consistido en volver a situarlo ahí.
De nuevo se esgrimen soflamas hiperventiladas sobre la unidad de España o la Constitución, se apela a la contundencia o a la judicialización, sin ahondar en las posibilidades que brinda nuestro marco constitucional para buscar salidas políticas que no nos devuelvan a un enfrentamiento encarnizado y prepolítico.
La solución y la línea de fuga, para no instalarnos en el dèjá vu, puede pasar por examinar estas posibilidades de acción dentro del actual marco constitucional, asumiendo que no existen mayorías suficientes para alterarlo. Así, lo primero sería analizar la legislación reguladora de la participación ciudadana directa.
Quizás sea el momento de valorar la necesidad de una nueva Ley Orgánica que armonice y actualice las vetustas normas citadas con anterioridad y, en especial, la reguladora de las distintas modalidades de referéndum. Sería interesante trascender el modelo limitado recogido en el artículo 92 CE y, siguiendo la Sentencia del TC mencionada, introducir en esta nueva Ley Orgánica de Participación otras modalidades de consulta.
Una opción interesante y viable es que se haga una distinción entre el referéndum y la consulta. Al primero se le añadirían dos elementos. Por un lado, incluir una variante de carácter vinculante, de manera que el resultado tuviera que materializarse. Por el otro, añadir una vía de iniciativa ciudadana, como ocurre en las ILP, para solicitar la celebración de un referéndum. Esto puede hacerse compatible con el marco constitucional actual si se respeta, como establece el artículo 92 CE, que “la autorización sea acordada por el Gobierno, a propuesta de su Presidente, salvo en el caso en que esté reservada por la Constitución al Congreso de los Diputados”.
Como colofón, sería adecuado establecer un requisito de materia y competencia, es decir, que los referéndums sólo pudieran ser convocados por los órganos que tengan competencias sobre la materia sobre la que se va a consultar. Por ejemplo, no sería viable un referéndum de carácter autonómico sobre una materia de las recogidas en el artículo 149 de la Constitución, que son de competencia estatal. Esto aportaría seguridad jurídica y evitaría muchos malentendidos y fraudes de ley.
Una opción interesante y viable es que se haga una distinción entre el referéndum y la consulta
En segundo lugar, como decía, desdoblaría y diferenciaría legalmente la figura de las consultas ciudadanas de la del referéndum. Las consultas pueden ser un instrumento muy útil para conocer la opinión de la sociedad sobre cualquier asunto de interés público y tiene poco sentido que se vean constreñidas a las mismas rigideces procedimentales que los referéndum. Esto mejoraría cualitativamente el grado de receptividad (responsiveness) de las instituciones, que es un aspecto esencial para desarrollar una buena representación política (Pitkin et al.).
El único límite que establecería, sobre las materias que pudieran ser objeto de consulta, es que no fuesen contrarias a los Derechos Humanos. Obviamente, al abrir tanto el abanico de posibilidades de consulta, sin establecer el requisito de materia-competencia que sí se habilitaría para los referéndum, el carácter de este instrumento no podría ser más que consultivo. Un voto a favor de una determinada política pública, a través de este tipo de consultas, no conllevaría su aprobación inmediata, pero podría dar pistas a las Administraciones de turno que, de ser competentes, podrían activar el procedimiento legalmente indicado para hacerla realidad.
Separar, de este modo, los referéndums y las consultas, permite modernizar y mejorar nuestra democracia. Serviría para introducir mecanismos de participación que dieran más voz a la ciudadanía, sin que esto suponga una alteración del orden constitucional, ni una amenaza para la integridad del Estado.
Sería, por otra parte, una manera de encauzar conflictos políticos que, a la luz de los hechos, necesitan vías de solución democráticas, que muchas veces se enquistan en el terreno partidista. Permitiría tomar el pulso a la sociedad para adoptar decisiones que afectan a su futuro, estableciendo, además, una iniciativa ciudadana para activar los procedimientos de consulta. Todo ello, respetando los cauces establecidos en la Constitución para la aprobación de políticas públicas y, en general, para cualquiera de los aspectos regulados en el ordenamiento jurídico.
Y ahora, por si no ha quedado suficientemente claro, veamos cómo afectaría esta propuesta legislativa al asunto catalán:
¿Podrían las instituciones autonómicas catalanas convocar unilateralmente un referéndum sobre la independencia? No, porque no es una materia de competencia autonómica. Lo que sí podrían es convocar una consulta, sin ningún efecto jurídico ni vinculante, que serviría únicamente para pulsar el sentir de la sociedad catalana al respecto. Pero es que también podría convocar la misma consulta el municipio de Villacarrillo, en Jaén, con los mismos efectos. La consulta sería, además, una herramienta ideal para legitimar los acuerdos a los que lleguen los representantes políticos en la Mesa abierta entre Cataluña y España.
¿Podría el Gobierno convocar dicho referéndum? Sí, pero sólo en su variante consultiva, puesto que alterar la configuración de la nación española requiere de un procedimiento de reforma constitucional específico que no puede limitarse a la celebración de un mero referéndum.
¿Existe, por tanto, algún peligro para “la unidad de España” si se aprobase esta Ley Orgánica de Participación? Ninguno, puesto que no modifica nada de lo establecido en la Constitución, que tiene sus propios procedimientos de reforma. Para modificar estos extremos constitucionales hace falta una enorme mayoría en el Congreso y, de existir algún día, lo nocivo sería no respetar la voluntad de esa mayoría.
En definitiva, encontramos en la participación ciudadana -y en la necesidad de una ley orgánica que la regule- una posible solución democrática que, por un lado, facilita la conformación de un gobierno, en la senda de la normalización y la integración pacífica de todos los territorios y nacionalidades. Por el otro, supone un avance imprescindible para la calidad de nuestro sistema parlamentario. Y es que, con un cuarto de siglo XXI a las espaldas, quedando ya lejos la España de la Transición, el nuevo modelo de encaje y convivencia que nuestro país requiere pasa, necesariamente, por soluciones que impliquen a toda la sociedad, que la acerquen a las instituciones y que primen lo político, por encima del ruido y la polarización de la competición partidista.
La robustez de nuestro orden constitucional no reside en entenderlo como una cápsula petrificada e invariable, sino que consiste, más bien, en explorar todas sus posibilidades, en aras de ir adaptando nuestro marco jurídico a la realidad diversa y cambiante de nuestro país.
SOBRE LA FIRMA Francisco Jurado Gilabert es jurista y Doctor en Políticas Públicas. Experto en participación y proceso legislativo y miembro de +Democracia.