El artículo publicado por el Lehendakari Urkullu en El País el 31 de agosto ha tenido la virtud de dejar por escrito un punto de partida para la discusión territorial. Más en concreto, el punto de partida del nacionalismo. Y aún se puede matizar más: de su versión más moderada en la actualidad (representada por el PNV). Lo es en la forma y tiene la virtud de intentar ir más allá de los discursos vacíos. Por supuesto, la relevancia añadida viene dada por la firma.
Todo ello explica que se pueda decir que ha reabierto el debate sobre el modelo territorial. Reabierto porque la discusión alrededor del conflicto suscitado por el nacionalismo catalán no lo es sobre el modelo territorial: en ese contexto, el estado del Estado no importa; sólo Cataluña y su eventual independencia es relevante. No es éste el planteamiento de Urkullu: en su escrito se apela a un determinado modelo de Estado. Sólo por ello es posible calificar como “moderado” su planteamiento. Prueba irrefutable es que Esquerra Republicana se apresuró a señalar que para su formación se trataba de un planteamiento superado.
Junto a lo anterior, antes de entrar a examinar las tesis de fondo y para entender mejor la argumentación del Lehendakari, es preciso realizar alguna precisión/recordatorio en relación con la propia evolución del Estado Autonómico. Así, debe recordarse que para los constituyentes lograr la más efectiva integración nacional, entendida como integración de los nacionalismos en un proyecto global, fue un objetivo prioritario. Y, en líneas generales, se puede afirmar que también uno de sus grandes logros.
La puesta en valor del pluralismo territorial y cultural, con la consecuencia del reconocimiento del derecho a la autonomía de las nacionalidades, fue el instrumento para transitar un camino que durante mucho tiempo sólo pudo calificarse como de éxito. Ahora bien, la Constitución no establecía un modelo concreto: se trataba de un marco general que debía ser desarrollado. Es esencial recordar que, en sus líneas generales, ese desarrollo se realizó en clave “pro autogobierno”: se reforzó la autonomía política de las Comunidades Autónomas; en paralelo, se “debilitaron” las estructuras del Estado.
Más allá de la evolución del reparto de poder, hubo un rasgo añadido que es esencial para comprender una buena parte del debate actual: desde los presupuestos teóricamente asimétricos de la Constitución, se derivó a un modelo esencialmente simétrico, con la excepcional y difícilmente comprensible excepción vasca y navarra. Un modelo simétrico que alrededor del año 2000 permitía afirmar que España se había acercado a la perfección federal en lo que ésta es posible (por definición, no existe un modelo federal “perfecto”). Y en esa “perfección” se encuentra una de las causas de que el proyecto de integración nacional fuese cuestionado: el modelo del nacionalismo vasco y catalán nunca fue el de la simetría sino el de una profunda asimetría.
La puesta en valor del pluralismo territorial y cultural fue el instrumento para transitar un camino que durante mucho tiempo sólo pudo calificarse como de éxito
Ese modelo “federal” no era el suyo. Cataluña y País Vasco eran distintas y sus pares no podían ser otras Comunidades Autónomas. Su único par posible es el Estado. El salto de un Estado asimétrico a un modelo confederal era inevitable.
Desde estos presupuestos, me es posible entrar a analizar algunos de los principales argumentos que sostienen la propuesta del Lehendakari. Afirmación esencial y punto de partida es que el modelo de la Constitución de 1978 no resolvió el problema territorial de España porque se limitó a una mera descentralización política y administrativa. Desde esta premisa, existiría aún un notable margen para incrementar el autogobierno de las Comunidades Autónomas. En mi opinión, es difícil compartir esta premisa. Y especialmente si se realiza desde el País Vasco que dispone de un margen de autogobierno, en particular en materia de financiación, desconocido en cualquier modelo federal.
La presencia del Estado es reducida en todas las Comunidades y, especialmente, en País Vasco y Cataluña. No es una exageración disparatada afirmar que pasos sustantivos, como los que demanda el Lehendakari, acercarían al Estado ficción. Por supuesto, ello no obsta que no pueda mejorarse el autogobierno y su calidad en cuestiones como legislación básica, financiación o culminación de transferencias. Como, por otro lado, también podría mejorarse la eficacia del Estado reforzando su ámbito competencial en determinadas materias.
Una segunda cuestión que plantea el escrito del Lehendakari es la dialéctica simetría/asimetría. Se trata de una cuestión clásica de nuestro sistema y, en general, de la teoría federal. Como ya indiqué, la visión del nacionalismo del modelo territorial español es profundamente asimétrica. Una asimetría que prima a determinados territorios en relación con el autogobierno. Primacía que se justifica tanto en razones históricas como de una mayor teórica identidad política. No es cuestión de discutir esos argumentos. Baste señalar que en España cualquier territorio puede poner la historia encima de la mesa y que la identidad política resulta objetivamente difícil de medir.
Una segunda cuestión que plantea el escrito del Lehendakari es la dialéctica simetría/asimetría
En cualquier caso, si se analizan de forma objetiva, ni uno ni otro argumento concluyen en reducir el núcleo de la asimetría a Galicia, País Vasco y Cataluña, como defiende el Lehendakari. En este punto, no debería olvidarse que la España de 2023 no es la de 1978: la conciencia de autogobierno se ha generalizado y, con ella, la sensibilidad hacia diferencias que pueden ser entendidas como agravios. Por ello, hoy sería muy difícil sino imposible lograr un acuerdo que diferencie sino privilegie a unos territorios frente a otros. Defender esta tesis creo que sólo puede hacerse desde un concepto incompleto y erróneo de lo que es España.
Finalmente, el argumentario del Lehendakari obliga a reflexionar sobre la secesión. Las palabras importan y debe quedar claro que se trata de debatir no sobre la autodeterminación sino sobre el reconocimiento de un eventual derecho a la secesión. Al respecto, no debe haber engaño: mientras el Estado sea Estado, ese derecho no cabe. Con más claridad: ni en ésta ni en otra Constitución. Toda Constitución descansa en el presupuesto de la unidad del Estado y correspondiente soberanía. El derecho a la secesión niega esta premisa. Reconocerlo implicaría construir un modelo político sobre soberanías compartidas. En sentido estricto, un modelo confederal. Modelo que es el que desde hace tiempo es el defendido por el nacionalismo “moderado” en España.
Un modelo confederal es el que desde hace tiempo es el defendido por el nacionalismo “moderado” en España
Junto a estas cuestiones “mayores”, el escrito plantea alguna cuestión adicional que, siquiera sea de forma incidental, merecen un breve comentario. La primera es la insistencia en el reconocimiento de la plurinacionalidad del Estado. Siempre he entendido que la Constitución y los Estatutos mediante la voz Nacionalidad reconocen la riqueza nacional de España. Lo hacen con la consecuencia de un notable reconocimiento del autogobierno y de la identidad singular de cada una de ellas.
Así, en relación con este particular, la cuestión esencial no se encuentra en el reconocimiento, ya realizado, de esas Nacionalidades sino en el reconocimiento por las mismas de la existencia de una Nación española compartida. Sin la afirmación de su existencia, es muy difícil poder llegar a un punto de encuentro sobre el modelo territorial. No se trata de una cuestión abstracta, teórica, propia de académicos: es el presupuesto jurídico e ideológico esencial para cualquier acuerdo posterior.
Junto a lo anterior, es preciso referirse a la reclamación de la bilateralidad. Nada impide que existan relaciones bilaterales Estado/Comunidades Autónomas. Más aún, es inevitable (y necesario) que existan (y existen). Nada obsta a que se establezca un marco, incluso singular, de relaciones con determinadas Comunidades. Como también podría haber otro tipo de singularidad.
Ahora bien, todo ello tiene que ser compatible con una visión de conjunto del Estado y con un sistema de relaciones multilaterales. De nuevo, emerge el nervio del modelo defendido en el escrito: no todos somos iguales ni todos formamos parte en las mismas condiciones del proyecto común. Y, de acuerdo con esta premisa, habría actores que podrían navegar cuasi en solitario, apelando, cuando fuese preciso, a una relación exclusiva y excluyente con el “Estado”.
Pero no se trata sólo de rebatir argumentos. Es preciso ir más allá. Pasados más de cuarenta años desde la aprobación de la Constitución y de los Estatutos de Autonomía, se impone la tarea de reformar el modelo territorial. Es preciso realizar reformas en cuestiones que pueden calificarse como más “técnicas” (colaboración, competencias, financiación) y, por supuesto, es preciso abordar la integración de los nacionalismos. Pero esto último no puede realizarse sin olvidar el todo. La integración no se reduce a la comodidad de unos determinados territorios, los elegidos por los Dioses de la historia. La integración sólo será real si todos los sujetos se sienten cómodos.
El escrito de Urkullu reitera un viejo error: España no se reduce a Cataluña, País Vasco y ese ente etéreo que se denomina Madrid. Es necesario recordar que cualquier esfuerzo por lograr la mejor adecuación de Cataluña y País Vasco en el Estado exige considerar la sensibilidad del resto. No debe olvidarse que detrás de ello late algo tan relevante como la igualdad y la justicia. Lo anterior no significa que deba imperar la homogeneidad. Ni siquiera que no pueda haber rasgos de asimetría. De hecho, el sistema convive con las profundas asimetrías de la financiación vasca y navarra. Significa que hay límites esenciales no sólo porque puedan afectar al núcleo del Estado (que ya sería un motivo suficiente). Son esenciales porque afectan a los presupuestos básicos de igualdad de los ciudadanos.
La integración es equilibrio. Un equilibrio que debe estar presidido por el interés general y por una visión, al menos, a medio plazo de País España es un Estado federal. Los debates que podemos tener sobre este extremo no son sustantivos. La mayoría de los problemas y defectos “federales” que se pueden atribuir a nuestro Estado son consecuencia de la cultura política… y no difieren demasiado de lo que sucede en otros países. Si es así: ¿Qué sentido tiene enunciar el reto federal? En principio, puede ser mayoritaria la idea de vincular la evolución hacia el Estado federal con un mayor autogobierno. Es un error. La conversión formal del modelo autonómico en un modelo federal no implicaría necesariamente una mayor descentralización política. Una operación semejante debería ser el momento para estudiar qué competencias deben reforzar el autogobierno y cuáles deben reforzar el Estado. Un juicio que tendría que hacerse desde parámetros de modernidad y atendiendo a las exigencias de eficiencia y eficacia en sistemas políticos cada vez más complejos.
La conversión formal del modelo autonómico en un modelo federal no implicaría necesariamente una mayor descentralización política
Con todo, el objetivo de una reforma territorial que asumiese la bandera federal debe transcender del reparto de poder que siempre implica la asignación de competencias. Dos ideas esenciales deberían ir anudadas a la misma. Por un lado, el rearme ideológico del Estado; por otro, su modernización. El progreso del nacionalismo se ha basado no sólo en su hacer. Ha sido fundamental el no hacer, la dejación y el olvido de las formaciones políticas nacionales que han renunciado a ofrecer una visión alternativa de España. En realidad, han renunciado a ofrecer un modelo de País.
No ha existido una ideología nacional. Por supuesto, ello no implica apelar a un nacionalismo de signo inverso. Es subrayar la necesidad de que se defienda la existencia de la Nación desde unos presupuestos ideológicos que fueron asumidos por todos: los que fundamentan la Constitución de 1978 y que aún conservan plena vigencia. El Procés reflejó muchas debilidades políticas del Estado. La más notable fue la incapacidad para hacerle frente desde la convicción de que se defendía un proyecto más democrático, moderno e integrador. El proyecto de España que una generación soñó y que unos políticos separados ideológicamente, incluso de forma radical, fueron capaces de traducir en un texto que, demasiadas veces y más allá de las proclamas retóricas, parece que se olvida.
Junto a ello, la reforma del modelo territorial en clave federal, debería ser la oportunidad para afrontar la necesaria modernización del Estado en su conjunto. Son demasiados años sin reformas estructurales. Sectores esenciales como educación, sanidad o administración, siguen viviendo de una herencia cada vez más lejana. Los efectos del tiempo transcurrido se agravan porque en paralelo la sociedad se ha transformado de forma radical. Casi todo es diferente y se hace de manera distinta a hace apenas diez años.
Afrontar semejante reforma exige un consenso político básico que represente a las dos grandes caras de nuestra sociedad. Debe rechazarse que no es posible. La distancia en 1978 era mucho mayor y con motivos incuestionablemente más relevantes. Si no se consigue es sólo por falta de voluntad y desdén hacia un soporte fundamental de la democracia como es la voluntad de acuerdo, al menos en lo esencial. En un momento en el que el debate territorial está protagonizado por textos como el del Lehendakari al que cabe calificar como “moderado” en contraposición al extremismo de otras posiciones, llamar a ese acuerdo es esencial.
Afrontar semejante reforma exige un consenso político básico que represente a las dos grandes caras de nuestra sociedad
El nacionalismo plantea modelos “egoístas” en los que, según sus propias palabras, el interés de España no está presente. Es la lógica de quienes han abandonado un proyecto común. En la versión moderada, los territorios elegidos actuarían como realidades cuasi independientes de hecho y tendrían siempre la posibilidad de activar la amenaza de la independencia; en la versión menos moderada, la independencia es un objetivo inmediato y el Estado debe reconocer ya su soberanía. No debe haber engaño: es una lógica tan legítima como destructiva para el Estado y dañina para el conjunto. Hacerla frente es un deber. Debe hacerse con inteligencia y apelando a todos los ciudadanos, incluyendo, no en último lugar, a los ciudadanos de aquellos territorios en los que en demasiadas ocasiones sólo se escucha la voz de los representados por formaciones nacionalistas.
Desde los presupuestos ideológicos irrenunciables de la Constitución de 1978, es el momento de elaborar un proyecto territorial integrador, moderno y atractivo para todos los que creen que la libertad y la igualdad son valores vertebradores del vivir común.
SOBRE LA FIRMA José Tudela Aranda es Secretario General de la Fundación Giménez Abad de Estudios Parlamentarios y del Estado Autonómico, letrado de las Cortes de Aragón y profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Zaragoza.